Tuvo que venir

Luis Ortiz Alfau

, pocos días antes de cumplir 100 años, a mostrarnos cosas que nunca habíamos visto en los sitios por los que siempre pasamos. En la primera rampa de Jaizkibel, una de las carreteras más frecuentadas por los ciclistas guipuzcoanos, aún resisten unos muros ruinosos entre la vegetación.

-Aquí nos amontonaban a los presos que construimos estas carreteras. Nos lo hemos callado toda la vida. Yo he pasado medio siglo invernando como los osos, y ya sabéis que los osos, cuando se despiertan, tienen mucha hambre y están muy activos, ¿no?

Más que un oso, Luis parecía un pajarito: un hombre con boina que no llegaba al metro sesenta, delgado, de movimientos muy ágiles, que achinaba los ojos y acercaba el oído para escuchar mejor. Aquel día de septiembre de 2016 viajó desde su casa en Bilbao hasta

Jaizkibel

, 250 kilómetros ida y vuelta en el coche de su amigo Valentín, para desvelar una placa entre las ruinas. Hasta muy poco antes de morir con 102 años, viajaba a los homenajes a las víctimas del franquismo, a los desenterramientos de esqueletos en fosas y trincheras, a las mesas redondas para contar su historia de la guerra como voluntario de la Izquierda Republicana, su testimonio del

bombardeo de Gernika

, la batalla de Elgeta, el frente de Catalunya, la huida a Francia, los campos de concentración, los trabajos forzados, la represión de una posguerra interminable.

-Es que no queda nadie más, así que tengo que venir y dar testimonio.

Hasta que escuchamos a Luis no nos habíamos dado cuenta. Nuestros mejores recorridos ciclistas (Jaizkibel, Erlaitz-Pikoketa, Arkale, Aritxulegi, Agina, Artesiaga…) siguen precisamente las carreteras construidas por los trabajadores forzados de la posguerra: carreteras solitarias, serpenteantes, asomadas al mar, sumergidas en bosques, montaña arriba, montaña abajo, carreteras absurdas por las que apenas circulan coches. Son una maravilla: fueron un horror. Los ingenieros no las proyectaron con ninguna lógica civil, sino con una lógica militar antigua. Entre 1939 y 1945, las nuevas autoridades

franquistas

construyeron estas carreteras cerca de la frontera con Francia porque temían invasiones y querían rutas para subir a las fortificaciones de la montaña, pasar tropas de un valle a otro, comunicar puestos remotos. Podían permitirse estas obras tremendas porque contaban con mano de obra barata: quince mil presos republicanos en Guipúzcoa y Navarra, a los que castigaban y de paso inculcaban “el hábito profundo de la obediencia”, como decían los reglamentos de aquellos batallones. No tenían ningún delito que imputarles, no les hicieron ningún juicio ni les dictaron ninguna condena. Igual que a otros cien mil en toda España, los clasificaron como “desafectos al régimen” y los mandaron a picar piedra a valles remotos. Construyeron carreteras, aeropuertos, ferrocarriles, pantanos y canales, con un beneficio para el Estado de 780 millones de euros, según cálculos de Isaías Lafuente.

Carretera de Aritxulegi y Agina. ANDER IZAGIRRE

-A mí me empujaron con un fusil y me dijeron tira p’alante. Ese fue todo el contrato que me hicieron -contaba Luis.

El absurdo de Jaizkibel

En

Lezo

, a nueve kilómetros de San Sebastián, arranca la subida a la montaña costera de Jaizkibel. Por aquí han subido los mejores corredores del último medio siglo durante la Clásica de San Sebastián, la Vuelta al País Vasco, incluso el Tour de Francia, por aquí subimos una y otra vez los ciclistas de la zona. Ahora, al pasar ante la placa que inauguró Luis en la primera rampa, ya no podemos ignorar los restos de los barracones de los presos, los almacenes, las cocinas. Nos damos cuenta también de lo absurda que es esta carretera: si ya existe la nacional que va directa de San Sebastián a Irún, ¿para qué sirve este itinerario sinuoso que sube y baja por una montaña despoblada?

Superamos unas rampas duras, con desniveles del 10% y el 12%, hasta pasar a la ladera oceánica de Jaizkibel. Allí subimos ya más suave, asomados a los acantilados y con vistas a casi toda la costa vasca, desde el faro de Biarritz hasta el cabo de Matxitxako. Luego bajamos veloces hacia el fuerte de Guadalupe, el motivo por el que existe esta carretera: una mole de 30.000 metros cuadrados con muros, fosos, búnkeres, baterías, nidos de ametralladoras, patios, túneles, alojamiento para seiscientos

soldados y cañones

que apuntaban a la frontera francesa, a Hendaia, a la desembocadura del Bidasoa. Lo levantaron en 1900 y enseguida, con el nacimiento de la aviación, ya no servía para nada. Pero los franquistas mandaron a miles de presos a construir la carretera de Jaizkibel solo para disponer de otro acceso hasta esta fortaleza, donde instalaron un observatorio y algunas ametralladoras. Si abrieron la carretera por la vertiente océanica, mucho más abrupta que la vertiente interior, era porque así quedaba oculta y no podían bombardearla desde Francia.

El

fuerte de Guadalupe

nunca sirvió para nada, que es lo mejor (lo único bueno) que se puede esperar de sitios así. Y la carretera quedó para uso casi exclusivo de ciclistas, montañeros y turistas.

Luis Ortiz Alfau, ante la casa en la que estuvo dos años en Vidángoz. ANDER IZAGIRRE

El campamento Babilonia

Pasamos de Hondarribia a Irún, donde una pequeña carretera sigue la orilla del arroyo Arantzate hacia el sur. Debería terminarse en la base de las Peñas de Aia, un poderoso macizo de granito, pero allí obligaron a los presos a abrir una subida brutal (cuatro kilómetros al 10%) hasta un viejo fuerte abandonado en la cumbre de Erlaitz, para bajar luego a Oiartzun. En esa bajada está el caserío de Pikoketa, donde las tropas franquistas fusilaron a trece milicianos que defendían un pequeño puesto en la montaña. Un monolito y una placa recuerdan los nombres de las víctimas, muchas de ellas chicas y chicos entre 16 y 18 años. Y casi al final de la bajada, junto al poste kilométrico 1, quedan otros restos muy tenues: unos suelos de cemento entre la hierba. Las viejas fotos aéreas lo confirman: justo ahí estaban los barracones de los presos que construyeron la carretera. A su lado permanecen

el caserío Markelainberri y el caserío Babilonia

, que dio nombre a este asentamiento de esclavos.

‒¡El campamento Babilonia! -recordaba Luis Ortiz Alfau. Después de un año y medio como trabajador forzado en el valle pirenaico del Roncal, lo destinaron aquí otro año más. A los presos los tenían hacinados en barracas, vestidos con ropas mínimas para resistir las heladas, con los pies envueltos en trapos porque no tenían ni alpargatas. Los despertaban a

fustazos

, les daban una taza con infusión de cebada y los mandaban a picar rocas y a palear tierra, para abrir el desmonte de la futura carretera. En la pausa del mediodía les servían un poco de caldo con algún garbanzo viudo. Los presos cazaban lagartos para comérselos crudos, robaban las mondas de patata que los vecinos del pueblo echaban a los cerdos, roían los nabos que otros vecinos les dejaban medio escondidos en el camino. Muchos murieron de hambre, de neumonía, de agotamiento. Si no rendían lo suficiente, les daban palizas y los tenían trabajando de noche.

Y así un día y otro día y otro día. Y otro día y otro día y otro día.

‒Nunca supimos cuánto tiempo íbamos a estar allí ‒decía Luis, que era el administrador de la compañía porque sabía llevar cuentas y escribir a máquina, y así se libró de los peores trabajos. Su testimonio es muy valioso porque conoció desde dentro los mecanismos del

régimen esclavista

: la corrupción de los militares, la reventa de alimentos en el mercado negro, la arbitrariedad con la que castigaban, la impunidad con la que fusilaban a los presos, cuyos certificados de defunción tenía que redactar el propio Luis, disimulando siempre los hechos.

-No sabíamos si iban a ser unas semanas, unos meses o toda la vida. A veces te desesperabas, pero qué ibas a hacer.

Qué ibas a hacer:

carreteras

.

-Los cocineros preparaban la comida en unos peroles enormes. Un día estaban haciendo el caldo con una pata de vaca. Al acabar, cogieron el hueso y lo tiraron al monte. Entonces salió corriendo un prisionero y se lanzó a por el hueso, a ver si podía chuparlo un poco. Es que nos hacían pasar un hambre horrible. Cogió el hueso, pero casi al mismo tiempo apareció un perro vagabundo, que tendría tanta hambre como él, también se tiró a por el hueso y empezaron a pelearse. Fue un espanto. El perro le destrozó el brazo izquierdo al pobre hombre, le quitó el hueso de vaca y le dejó sangrando, todo el brazo desgarrado. Echaba sangre por todos lados.

Luis se llevaba las manos a las sienes.

‒Todavía tengo pesadillas con aquello. Los gruñidos, el brazo destrozado, toda esa sangre.

Terminamos la bajada cerca del barrio de

Gurutze

. Desde allí quedan setecientos metros hasta el alto de Arkale, por otra carretera que construyeron los presos para acceder a los túneles y búnkeres excavados en estas peñas, desde las que vigilaban el corredor estratégico San Sebastián-Irún. Aún se pueden recorrer, linterna en mano, si preguntamos en los alrededores y si los encontramos en el bosque cercano a la carretera.

La boca del infierno

El túnel de Aritxulegi. ANDER IZAGIRRE