Salvador Seguí, el chico que hizo madurar al sindicalismo
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El Salto/Juan Pablo Calero

La última lección la dio Seguí con su muerte. Los instigadores del crimen —la patronal Fomento del Trabajo Nacional— y los autores del asesinato —los pistoleros del Sindicato Libre, que no eran ni una cosa ni la otra— comprobaron que la red sindical que él había impulsado era mucho más fuerte que su liderazgo personal y que se había forjado una generación de obreros capaces de sostener con aprovechamiento su herencia.

Salvador Seguí, el ‘noi del sucre’, abandonó la escuela a los 12 años para aprender el oficio de pintor. Su ideario se formó con la cultura como palanca de liberación personal; y el sindicato, de la liberación colectiva.


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Salvador Seguí Rubinat fue popularmente conocido como El noi del sucre (el chico del azúcar). Fue también, paradójicamente, uno de los principales responsables de llevar el sindicalismo a su etapa de plena madurez. La ciudad de Barcelona fue escenario entre 1902 —fecha de la huelga general convocada por las sociedades obreras anarquistas— y 1919 —el año de la huelga de La Canadiense— de un intenso proceso de evolución del sindicalismo en general y del anarquista en particular, y Seguí fue tanto uno de los mejores exponentes del resultado final de este proceso como uno de sus más destacados protagonistas. Se ha acusado repetidamente al movimiento obrero español de no contar con una nutrida lista de teorizantes, pero se olvida que siempre estuvo a la vanguardia en fórmulas de organización y ámbitos de sociabilidad, y en esos terrenos su aportación resultó indispensable.

Salvador Segui

La plana mayor del anarcosindicalismo español del principios del XX. Entre ellos, Seguí, Pestaña, Bajatierra Piera o Gironella. Archivo de la FAL
Salvador Seguí nació en 1886 en el seno de una familia campesina de la provincia de Lleida que, al año siguiente, emigró a Barcelona —epicentro de una industrialización española desigual e insuficiente— para ofrecer a sus hijos una vida mejor. Quizás fuese esa condición de emigrante, aunque viniese de la Cataluña interior, que compartió con los miles de trabajadores que por entonces llegaban a esa ciudad desde todos los rincones del país, la que le alejó de un nacionalismo catalán que, en su opinión, “antepone sus intereses de clase, es decir, los intereses del capitalismo, a todo interés o ideología”.
Acudió a la escuela pero, como tantos hijos de familias obreras, la abandonó a los 12 años para aprender el oficio de pintor —el mismo que tuvo Juan Gómez Casas, otro de los imprescindibles—, con el que se ganó la vida hasta el final de sus días. Tres años más tarde abría sus puertas en la capital catalana la Escuela Moderna de Francisco Ferrer Guardia, mostrando con rotundidad tanto el peso específico que tenía la cultura en el seno del movimiento libertario como las simpatías que este despertaba entre muchos intelectuales.

Naturalmente, Seguí no acudió a sus aulas, pero se formó culturalmente en la vasta red de ateneos y bibliotecas libertarias que en aquellos años salpicaban el mapa de Barcelona y sus contornos, hasta el punto de convertirse en un excelente orador, polemista y en escritor de varias obras sobre sindicalismo, de una novela corta —Escuela de rebeldía— y de incontables artículos en cabeceras de distinta orientación.

En 1907 formó parte de la comisión organizadora de Solidaridad Obrera, la federación de sociedades de trabajadores que nacía como contrapunto obrerista a Solidaritat Catalana, una alianza de todas las corrientes ideológicas —desde los carlistas a los federales— que reconocían la personalidad política de Cataluña.

Aun compartiendo el rechazo al asfixiante régimen de la Restauración, este primer congreso de Solidaridad Obrera demostraba que los trabajadores barceloneses se sentían con fuerza suficiente como para confrontarse con el catalanismo y afirmar que, “como clase obrera, solo podemos tener un fin común: la defensa de nuestros intereses, y solo un ideal puede unirnos: nuestra emancipación económica”.

Estas dos ideas —la cultura como palanca de liberación personal y el sindicato como herramienta de liberación colectiva— moldearon el ideario de Seguí, y los frutos de su labor no tardaron en llegar: en 1908, Solidaridad Obrera ampliaba su ámbito de actuación a toda Cataluña; en 1910 fue la base de la Confederación Nacional del Trabajo, y en 1918, la regional catalana de la CNT celebró en Sants un congreso en el que daba el paso desde las sociedades de oficio a los sindicatos únicos de ramo —anticipando las federaciones de industria—, un salto cualitativo que dotó a la CNT de una capacidad de respuesta extraordinaria ante los retos que se le presentaban: crisis económica, represión policial y pistolerismo patronal.

Este acuerdo, impulsado por Seguí, permitió al anarquismo obrerista pasar de una estrategia de resistencia al capital a postular una sociedad basada exclusivamente en sindicatos capaces de organizar todos los aspectos de la producción económica y de la vida social. Y esa sociedad futura se hacía presente a través de una amplia red de espacios de sociabilidad y de formación para los trabajadores: ateneos y escuelas, grupos de teatro y orfeones, sociedades excursionistas y deportivas…, donde desarrollar el apoyo mutuo, la pedagogía libertaria, el naturismo o el higienismo.

La última lección la dio Seguí con su muerte. Los instigadores del crimen —la patronal Fomento del Trabajo Nacional— y los autores del asesinato —los pistoleros del Sindicato Libre, que no eran ni una cosa ni la otra— comprobaron que la red sindical que él había impulsado era mucho más fuerte que su liderazgo personal y que se había forjado una generación de obreros capaces de sostener con aprovechamiento su herencia. En julio de 1936, trece años después de su muerte, en las calles del Raval demostraron que llevaban un mundo nuevo en sus corazones.

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