Recordamos a Salvador Seguí, el Noi del Sucre, en el 95 aniversario de su asesinato
Plaque_to_the_anarchist_Salvador_Seguí,_Carrer_de_Sant_Rafael,_Barcelona


eldiario.es/Jordi Corominas i Julián

Reproducimos el artículo de Jordi Corominas i Julián en eldiario.es en 2016, denunciando la falta de notoriedad de su figura, en el 95 aniversario de su asesinato a manos de los pistoleros de la patronal.


https://www.eldiario.es/catalunya/opinions/olvido-noi-sucre_6_505409491.html

El olvido del noi del sucre

Quizá no interesa aupar su nombre al lugar que merece Salvador Seguí, y lo mismo pasa con Francesc Ferrer i Guàrdia, con su monumento inaugurado por el alcalde Maragall en un rincón medio perdido de la montaña olímpica.

La filmoteca se halla en la plaça de Salvador Seguí y así seguirá llamándose por mucho que algunos, en esa efímera manía repleta de idolatría, colgaran un cartel que la identificaba con David Bowie. Unos metros más allá de ese templo cultureta situado en pleno Raval para higienizarlo se encuentra el antiguo cruce entre las calles Cadena y San Rafael. Allí, a las siete de la tarde del sábado 10 de marzo de 1923 un pistolero mató a quemarropa al Noi del Sucre.

Ahora que Antonio Soler ha recuperado su figura en

Apóstoles y asesinos

(Galaxia Gutenberg), un ensayo biográfico camuflado de novela que recorre la existencia del líder sindicalista mientras traza una crónica muy bien documentada de un tiempo olvidado, el de aquella Barcelona de principios de siglo XX, tan descuidada en los libros y en el callejero que a veces, pese a su importancia, parece no haber existido.

Lo compruebo con mis recuerdos de paseante. La placa del lugar del homicidio del carismático anarquista es de 1983, cuando eran de cerámica. Hace tiempo leí, sin poder contrastar la fuente, que las juventudes de un partido catalanista se empecinaron en romperla en más de una ocasión, quizá porque Seguí, un orador de primera que tanto podía hablar con los políticos como con la ciudadanía, dijo en más de una ocasión que los primeros en no aceptar la independencia serían los mercaderes de la Lliga regionalista que la usaban como trampolín y tapadera para descuidar otros problemas más acuciantes como el social. Hablamos de hace noventa años, aunque sus palabras tienen sorprendente actualidad.

Si dejamos atrás el antiguo barrio chino damos con la plaza Goya, bastante siniestra y poca frecuentada. En ella se alza un monumento a Francesc Layret, recordado en el número 26 de la calle Balmes, la residencia de la que bajó el 30 de noviembre de 1920 para ser acribillado por unos pistoleros del sindicato libre, justo el mismo día que el salvaje de Martínez Anido, militar encargado del gobierno civil para liquidar la fuerza de la CNT, deportaba al castillo de la Mola en Maó a más de treinta líderes de la izquierda.

Layret, del que raramente se oye hablar, dijo el día antes de su asesinato que los gobernantes siguen hablando como antes y el pueblo dice frases nuevas que los de arriba no entienden. Piensan con cincuenta años de retraso y no advierten que lo que importa en estos momentos es tener audacia en la acción.

La Gran Guerra había borrado el lenguaje de ayer. Nos falta un miembro del triunvirato de amigos. El fusilamiento de Lluís Companys lo ha convertido en un mártir. Las balas y esos pies descalzos del castillo de Montjuïc han eclipsado su anterior trayectoria, la que soñaba con conciliar dos Barcelonas y dos Catalunyas al igual que sus inseparables Layret y Seguí, quien desde el Anarquismo progresó hacia posiciones basadas en el diálogo entre todos los estamentos implicados en la evolución del país para propiciar una convivencia pacífica que muchos juzgaban innecesaria.

Quizá por eso lo mataron. También apostaba por la cultura cómo clave para el crecimiento del proletariado, privilegiaba la pluma frente a la espada y los que lean este artículo sabrán que la tinta suele gustar menos que la pólvora.

Los tres se reunían en el Tostadero de plaza Universitat. Resulta curioso observar los recorridos de Seguí. Al final de sus días, pese a vivir en la calle Valencia, cerca de la Sagrada Familia, seguía con sus rutinas habituales y transitaba por toda Barcelona, lo que explicaría su inabarcable curiosidad y el porqué de su don de observación inagotable. Sin pisar el asfalto no podría conocer ni la realidad ni sus problemáticas. Lo hizo durante las escasas tres décadas y media que transitó por este mundo de una manera insólita.

Su momento cumbre es un pilar que debería inculcarse por el bien de la justicia social, por la importancia de la igualdad entre semejantes. En 1919 estalló la histórica huelga de la Canadenca. Durante cuarenta y cuatro días la ciudad se paralizó. Se impuso la censura roja, Barcelona quedó a oscuras y al final, tras arduas negociaciones, se alcanzó un acuerdo impresionante: jornada máxima de ocho horas, libertad para todo preso social no sometido a proceso, readmisión sin represalias de los huelguistas, pago de la mitad del sueldo escamoteado durante el conflicto y aumento proporcional del estipendio para los trabajadores de las tres famosas chimeneas del Paralelo.

Cuando muchos querían la Revolución Seguí les convenció en el célebre mitin de las Arenas de aceptar las más que favorables condiciones y saborear una victoria sin precedentes. Ese triunfo, una humillación en toda regla para los que tenían el dinero, fue el principio de los años “on es matava pel carrer”, saldados con 424 muertos, la gran mayoría sindicalistas, que el gobierno central, que en un atentado perdió al primer ministro Eduardo Dato, consideraba más que oportuno liquidar.

Mientras leía el libro de Antonio Soler conversé con Xavier Vidal, periodista y librero de Nollegiu, y comentábamos que de haber ocurrido esos hechos en Estados Unidos ahora tendríamos mil películas de esa época apasionante y turbulenta. En cambio lo que tenemos es silencio. Mutismo sobre la ley de fugas, apoyada sibilinamente por Francesc Cambó, mutismo sobre la represión al movimiento obrero y mutismo sobre Salvador Seguí, quien como decía hace escasos párrafos no creía en la violencia y propugnaba el entendimiento entre cuerpos distintos al saber que navegaban en el mismo barco.

Quizá, reitero, no interesa aupar su nombre al lugar que merece y lo mismo pasa con Francesc Ferrer i Guàrdia, con su monumento inaugurado por el alcalde Maragall en un rincón medio perdido de la montaña olímpica, y todo el movimiento Anarquista, un fantasma que recorre las calles de Barcelona a sabiendas de haber sido básico para la Historia de la misma, un espectro criminalizado hasta durante la Transición, cuando el sospechoso atentado de la sala Scala del passeig de Sant Joan desmontó el resurgimiento de la CNT.

Cincuenta años antes, el pistolerismo fue la punta de lanza de una crisis que terminó con el sistema de la Restauración. Más bien, pues su creación fue sobre todo obra de la Patronal y demás grupos de poder, fue la excusa. Ahora los entresijos de esa trama se encuentran, en lo bueno y en lo malo, sólo en librerías de segunda mano, desde la investigación del maestro Huertas Clavería sobre Seguí hasta el homenaje de Ossorio y Gallardo a Companys. En la calle no se detectan. El lugar donde unos cenetistas tumbaron a Bravo Portillo, capo de los esbirros pagados con dinero público, en el cruce de santa Tecla con Còrsega es un bingo a pocos metros de un sex shop. No deja de ser simbólico.

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