De la mítica IX Compañía de la División Leclerc que liberó a París de los nazis solo queda él, y se propone brindar por sus compañeros hasta los 100 años
“En la guerra no sirve mucho hacerse el valiente. Es más normal ir cagado de miedo. Sobre todo si sales de patrulla a pie”, cuenta desde su casa de Estrasburgo
Rafael Gomez, el último superviviente de La Nueve. / LV Ayuntamiento de Madrid
A sus 98 años, el cabo conductor de semiblindados de la IX Compañía de la División Leclerc
Rafael Gómez Nieto
aún recuerda detalles de la mañana en que desembarcó en Normandía.
Su barcaza de vientre plano aplastaba las olas. La playa de Saint Mere Église, Utah Beach para los mapas del ejército aliado, esperaba enfrente.
Él ya agarraba el volante de su half track ‘Don Quichote’.
Meneados por el mar, los nueve ocupantes de aquel vehículo artillado con ruedas y orugas empezaron a cantar ‘La cucaracha’.
Por ser el 8 de agosto de 1944, y ya estar la playa tomada por los norteamericanos, a Rafael y a sus compañeros de La Nueve no les recibió la lluvia de balas que acribilló a quienes les precedieron en el atraque. A aquellos
160 hombres, de los que 140 eran republicanos españoles forjados en una guerra civil,
los tiros les aguardaban carretera adelante, en el camino a París.
Rafael Gómez, abajo, con sus compañeros del half track Don Quichote. Arriba, con quepis, el sargento ayudante jefe Moreno. / EL PERIÓDICO
A Rafael Gómez le ha pillado en su casa de Estrasburgo el
reconocimiento que ha hecho el Gobierno de España
a su mítica unidad. No ha podido ir a la conmemoración celebrada en la capital francesa y ver a la ministra de Justicia, Dolores Delgado, porque se ha esguinzado un pie. Y la lesión le tiene contrariado, porque le impide su paseo cotidiano de casa al mercado.
Junto a sí guarda su gorro cuartelero, fotos, papeles, un acento almeriense que aliña con palabras en francés, y recuerdos intermitentes de su trayectoria desde julio de 1938, cuando lo movilizaron en Badalona, donde vivía. En su memoria, mordida por la ancianidad, hay
nueve meses de guerra civil con 17 años de edad, el paso de Port Bou con los derrotados, el campo de concentración, la vida en Orán y su alistamiento
en el Batallón de Marcha del Chad, de los Cuerpos Francos de África, fiera unidad colonial del ejército de la Francia libre, el país en el que se quedó a vivir. Se cumplen ochenta años del inicio de aquella II guerra mundial en la que él y sus compañeros se convirtieron en héroes. Pero el último de La Nueve hace un relato desmitificado, de hombre normal y corriente.
-¿Cuál es su principal recuerdo de la guerra?
-El principal recuerdo que te queda de una guerra es el miedo. Y también que todo lo haces corriendo: corres aquí, corres allá… Yo desembarqué corriendo. En la playa habían muerto antes (junio de 1944) muchos soldados, muchos, sobre todo los que iban a pie, en sus ‘peniches’, porque cuando bajaba la puerta de la lancha iban muy juntos y no tenían defensa. Pero yo eso no lo ví. Vivimos muchos golpes duros después, en Europa; más que en África. En África llevé el half track Guernica (Así escribían su nombre en el morro), fui chófer cuatro meses del teniente Granell (Amado Granell fue el primero en poner pie en el ayuntamiento liberado de París). Luego me darían el Don Quichote. Primero nos pusieron un uniforme inglés, luego otro americano, y al final uno francés. A los coches le poníamos en el capó la estrella americana, para que nuestra aviación los viera bien, pero los alemanes también ponían la estrella…
– ¿Y qué siente hoy por aquellos alemanes que tuvo enfrente?
– Pues no siento nada. Vivo en la frontera, y vamos a menudo mis hijas y yo a pasear a Alemania. Pas mal; la guerre est finie longtemps. La guerra es muy mala, muy mala. La guerra es mala siempre. Es mala en España; es mala en Argelia; es mala en Túnez; es mala en Europa; es mala para ti y también lo es para tu enemigo.
– Ha visto usted muchos muertos, pero también muchos hombres valientes…
– Mire, en la guerra no hay que ser valiente. En la guerra hay que ir normal, como todo el mundo. No hay que hacerse el valiente, porque no sirve de mucho. Es más normal ir cagado de miedo. Sobre todo cuando avanzas a pie, buscando patrullas, mirando si te sale uno por aquí o por allá.
– De ustedes, tras la toma de Berchtesgaden, ya solo quedaban 16. Sentiría mucha pena según iban cayendo sus compañeros…
– La verdad es que en esos momentos no sientes pena. Mueren tantos cada día que al final lo acabas comentando como si nada con el compañero: ‘¿Has visto? Fulano cayó esta tarde…’ Sin más. C’est tout.
– Demasiados hombres jóvenes muertos.
– Oui. Jóvenes, viejos, niños, mujeres… de todo. La guerra mata a todo el mundo.
– Es usted el último miembro de La Nueve que queda vivo. ¿Quién era su mejor amigo en la compañía?
– En mi coche éramos cuatro españoles. Y me acuerdo de todos por igual. Y también del ayudante jefe Moreno, y del sargento Zubieta, uno que le llamaban El Chato, y que cantaba: “Ya se cayó el arbolito / donde dormía el pavo real…” Cuando entras en combate todos son tus amigos. Y cuando te quedas solo, no hay amigos a la vista. Yo no pude subir en Berchtesgaden (el nido del águila, el refugio de montaña de Hitler en cuya conquista participó La Nueve). Mis amigos subieron todos, y yo me tuve que quedar abajo guardando el coche, porque era el chófer. Yo no olvido a mis compañeros. Todos los años vamos a un pueblo en el que murieron muchos (Grussenheim, al sur de Estrasburgo, en la frontera con Alemania, donde La Nueve fue diezmada), entre ellos D’Alain, que antes había estado en las Brigadas Internacionales en España. Está enterrado allí. El alcalde nos invita a un vaso cada año por todos ellos. Lo prometió. Y yo bebo un vaso a su salud. En enero cumpliré 99 años, y pienso ir allí a brindar por lo menos hasta que tenga 100.
– ¿Qué le viene a la cabeza si se acuerda usted del día de la liberación de París, cuando los blindados de su compañía fueron los primeros en entrar en la ciudad?
– Recuerdo que mantuve el coche bajo unos árboles. Había que atravesar la ciudad corriendo. Llevaba acoplado un cañón antitanque, pero yo no lo atendía; lo manejaba un gallego al que llamábamos Cariño. Y recuerdo que, después de aquello, nos fuimos a un campo en las afueras, y que pasamos allí tres noches. Estábamos contentos. Y al campamento vinieron muchas chicas a saludarnos. Eran tantas que el capitán Dronne, que luego llegó a general, se enfadó, y nos dijo: “A ver si en este campamento va a haber más mujeres que soldados”.
Rafael Gómez, abajo a la derecha, con compañeros de La Nueve / EL PERIÓDICO
– ¿Echa usted de menos Adra (Almería), su tierra?
– Poco. Nací allí, pero de niño viví en Cádiz once años. Mi padre era carabinero y estaba destinado en el puerto. Y después lo destinaron a Barcelona, y allí nos quedamos hasta el fin de la guerra civil.
– ¿Por qué se alistó usted? ¿Era de algún partido?
– Yo no tenía ideas políticas. He luchado por lealtad, no por política. Nunca he tenido nada político. Sí soy cristiano. Estoy bautizado, como mis hijos. Pero no rezo: si voy a la iglesia, me quedo allí callado. En combate tampoco rezaba; te da poco tiempo a pensar. Estás pendiente de que no te caiga una bomba y no saltes por los aires. Yo vivía en Badalona y tenía 17 años cuando me movilizó la República. Fui en la última quinta, la del Biberón. Pasé la frontera andando, y me llevaron a Barcarés.
– ¿Cómo era la vida en el campo de concentración?
– Allí, en la playa, ayudaba a construir barracas para dormir. Nos daban de desayuno muy poco pan, una barra para cada 20, y unas sardinas. Y de beber, agua jabonosa. Esperábamos a que se quitaran las pompas para beberla. No había otra agua.
– ¿Cómo salió de allí?
– Una día me vino a ver mi padre, que estaba en otro campo, en Argelés. Me dijo que su hermano estaba en Argelia, y que se lo llevaban para allá, y que yo a lo mejor podría ir también. Y salí con papeles falsos, como hermano de mi padre. Y ya cuando estaba en Argelia, me presenté voluntario. No sé, me dio un golpe de cabeza, y me fui al Bureau d’Engagement. Pedían chóferes, y mi destino fue chófer en la Tunicia.
– ¿Ha sido Francia agradecida con ustedes, los de La Nueve?
– Al principio no decían que éramos españoles. Decían que éramos franceses… hasta que la periodista Evelyn Mesquida contó nuestra historia. En el tercer regimiento éramos tres compañías, la IX, la X y la XI. Y en La Nueve casi nadie hablaba francés. Muchos venían de la Legión.
– Eran gente dura..
– Por eso nos metían en un batallón de primera línea. Siempre nos metían delante.
– Al menos les darían buen rancho…
– Raciones americanas. Las preparaba un cocinero… Bouboú se llamaba. Se enfadaba cuando alguna vez teníamos que salir corriendo y dejar la comida.
– ¿Era buen cocinero?
– Bueno, hacía lo que podía.
– Estas cosas, ¿se las cuenta a sus nietos?
– Uy, no me hable de nietos (ríe) Tengo tantos que a veces no llevo suficiente en el bolsillo para darles propina. A los nietos yo no les cuento nada de la guerra. A los jóvenes de hoy ya no les interesa. Oui: solo les gusta la música y la fiesta.
-¿No tiene un mensaje para los jóvenes?
-No hagáis guerras. La guerra es mala para todo el mundo. Las guerras solo las ganan los ricos.
– El Gobierno español ya lleva un par de agostos haciéndoles un reconocimiento. Llega un poco tarde…
– Bueno, la verdad es que ya de La Nueve no hay ninguno; solo quedo yo. Cuando me muera, me da igual si me entierran aquí o en España, pero que sea con Florence. Que me metan al ‘crematoire’ y lleven mis cenizas con mi mujer. Era de origen español, ¿sabe? Se apellidaba López. La conocí en el baile, en Estrasburgo. Yo era muy buen bailarín. Florence y yo íbamos mucho al baile. Vaya, no he tenido mala vida…