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Ministro, anarquista y olvidado
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El 24 de julio de 1942, Joan Peiró fue fusilado en el cementerio valenciano de Paterna. Dirigente obrero, autor de una notable labor periodística, Peiró comenzó su militancia anarcosindicalista en una fábrica de vidrio de Mataró y la culminó como ministro de Industria en el Gobierno de la República que presidió Largo Caballero. Pocas estrellas brillaron como la suya en el extenso firmamento anarquista español. Pero, al contrario de lo que ha pasado con Durruti o con otros héroes de la épica libertaria, Peiró nunca ha sido un personaje de culto. Francisco Ascaso y Buenaventura Durruti murieron como héroes, el primero en los combates contra los sublevados en Barcelona en julio de 1936 y el segundo unos meses más tarde en el frente de Madrid. Subieron a los altares de la literatura anarquista. A Joan Peiró, pese a ser ejecutado por los franquistas, siempre se le ha hecho pagar la factura de la moderación y de su apego a la realidad.

Joan Peiró dedicó su vida a ajustar el anarquismo al reloj de la historia Su discurso, como el de Ángel Pestaña o Salvador Seguí, partidarios de una organización obrera disciplinada, procedía del mundo industrial, de trabajadores con oficio adquirido y experiencia sindical en los sectores más desarrollados de la industria catalana. Por el contrario, el discurso de otros dirigentes anarquistas como Ascaso, Juan García Oliver o Durruti, emanaba de los grupos de acción, de obreros poco especializados y sin oficio conocido que siempre consideraron la calle como el escenario de la “gimnasia revolucionaria” frente al Estado.

Esas dos formas de entender la revolución y el papel de los anarquistas en los sindicatos provocaron, desde comienzos de la Segunda República, una profunda división en el anarcosindicalismo español. Peiró, pese a su actitud crítica ante la FAI, nunca se mostró de acuerdo con aquellos dirigentes que, como Pestaña, apoyaron un alejamiento absoluto de la CNT. Intentó más bien el camino opuesto : sumar esfuerzos, en vez de dividirlos, construir un “frente obrero antifascista”. En realidad, Peiró fue uno de los escasos dirigentes de la izquierda española que se tomó el peligro fascista en serio, aunque de poco o nada sirvieron sus esfuerzos.

Tras el golpe militar de julio de 1936, en aquella atmósfera caliente de destrucción del adversario y de sueños igualitarios, cuando en Cataluña propietarios y clérigos caían asesinados a cientos, denunció la actuación de los grupos incontrolados, “los actos de terrorismo individual”, y abordó los problemas que la revolución y la guerra planteaban a la República. Según sus argumentos, para vencer al fascismo era imprescindible desarrollar un importante esfuerzo económico en la retaguardia y organizar y disciplinar las milicias en el frente.

Ese discurso de orden y disciplina llevó a la CNT al Gobierno de la República el 4 de noviembre de 1936. Peiró fue nombrado ministro de Industria. En su breve periodo de gestión, elaboró un proyecto de incautación e intervención de la industria civil y mantuvo un enfrentamiento con la Generalitat a propósito de las exportaciones y la obtención de divisas. Cuando, después de los sucesos de mayo de 1937, Azaña encargó a Negrín la formación de un nuevo Gobierno sin la CNT, Peiró acusó a los comunistas de haber provocado la crisis y denunció la represión desencadenada contra el POUM. Tras la ocupación de Barcelona por el ejército de Franco, pudo escapar a Francia.

La invasión de Francia por parte de las tropas alemanas, iniciada en mayo de 1940, permitió la captura de miles de republicanos españoles allí refugiados. Muchos acabaron exterminados en campos de concentración nazis. Algunos de los más distinguidos, reclamados por Ramón Serrano Suñer, ministro de la Gobernación, y con la destacada intervención de José Félix de Lequerica, embajador español en Vichy, fueron entregados a las autoridades franquistas por la Gestapo, sin necesidad de procedimientos legales ni tratados de extradición. El 21 de octubre de 1940, un juicio sumarísimo condenó a varios de ellos a muerte. En ese grupo estaba el socialista Julián Zugazagoitia, ministro de la Gobernación de la República, ejecutado el 9 de noviembre. Unos días antes, el 15 de octubre, había sido fusilado Lluís Companys, presidente de la Generalitat. Un año más tarde fue entregado Joan Peiró, a quien la hora de la ejecución le llegó en julio de 1942. Los tres habían denunciado sistemáticamente la brutal violencia del verano de 1936 en la zona republicana y habían contribuido a salvar la vida de numerosos políticos de la derecha y miembros del clero.

Acabada la guerra, las cárceles, las ejecuciones y el exilio metieron al anarquismo en un túnel del que ya no volvería a salir. En la memoria colectiva del movimiento libertario se agrandó la figura de Durruti, con su pasado novelesco y sus hazañas de héroe, y quedó en la oscuridad la de Peiró, un obrero que dedicó su vida a fabricar bombillas, organizar sindicatos y ajustar el anarquismo al reloj de la historia.

Ni siquiera su trágico final sirvió para redimirle. Ejecutado por los franquistas, ensombrecida su memoria por la épica del anarquismo destructivo y de acción, olvidado por las historias que dicen recuperar a las víctimas del franquismo. Así ha acabado Joan Peiró. Incluso hoy, cuando se recuerda a otros políticos ilustres del republicanismo o del socialismo, su tragedia sigue siendo un episodio menor.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.

EL PAIS | 23/10/2008

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