Público/El Asombrario/Guillermo Martínez
Artículo analizando la influencia del teatro como vehículo de difusión de las ideas libertarias
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Todo partió de una pregunta entre el pasado y el presente: ¿Qué hicieron los anarquistas españoles durante una serie de años para conseguir tal arraigo de lo libertario que no se dio en otras latitudes? Juan Pablo Calero, doctor en Historia Contemporánea, encontró la respuesta. La clave estuvo en la forma de socializar y, en ella, el teatro. En ‘Antología del Teatro Anarquista (1882-1931)’ (LaMalatesta, 2020), este historiador aporta las claves para entender la importancia de estas representaciones que recorrieron gran parte de los ateneos y centros obreros dispersados por el país en aquel entonces.
Darío Fo, autor de la obra ‘Muerte accidental de un anarquista’.
“El teatro desarrollaba dos aspectos muy importantes. Por un lado, hacía visible el proyecto anarquista, y lo hacía visible para todo el mundo, sin ningún tipo de distinción. Por otra parte, las obras se convertían en un vívido ejemplo de acción y solidaridad libertaria, pues sus autores eran grupos de aficionados con escasos medios que escribían sus propias obras y que en las funciones realizaban colectas dedicadas a ayudar a los presos o huelgas”, explica el propio Calero.
Sabían que los obreros, seguramente, no leían sesudos tratados de filosofía, pero también sabían que se podía llegar a ellos de otra forma y hacerles ver que el anarquismo no es una utopía, sino una realidad que pudieron llegar a comprender a través del teatro. Nació en la marginalidad, sin ningún tipo de ínfula a nivel comercial, y dirigido a un espectador muy concreto: el único sector de la sociedad que podía ver representada su realidad y aspiraciones por medio de estas obras.
La monografía comienza en 1882, el año en que aparece la primera obra de teatro específicamente anarquista. Se trata de La mancha de yeso, escrita por Remigio Vázquez, un carpintero madrileño. Concluye en 1931, año de la proclamación de la Segunda República, aunque este no es el motivo de dicha fragmentación. “Durante este periodo de tiempo el teatro se basa en el naturalismo, en exponer de forma dura y cruda la realidad social acompañado de un planteamiento de liberación y emancipación”, explica Calero. Las cosas cambiaron en 1931, cuando el teatro pasa a ser más revolucionario con el inicio de las vanguardias que tanto influyeron durante el periodo republicano y la Guerra Civil.
El éxito extraordinario que este tipo de teatro experimentó durante aquellos años no finalizó con la llegada de la dictadura franquista, sino que perduró en el exilio. ¿Pero quiénes eran los autores de las obras? Según el historiador, los hay de tres tipos. Por un lado, aquellos personajes destacados del movimiento libertario que en algún momento dado, en su afán de divulgación, deciden escribir este tipo de representaciones. Ejemplo de ellos son Anselmo Lorenzo en España y Errico Malatesta en Italia.
Por otra parte, otros escritores crean obras de marcado carácter anarquista, aunque su evolución posterior no correspondiera con ello, como Eduardo Marquina. Por último, los más sobresalientes en este terreno, los anarquistas de base. Son maestros racionalistas y obreros con oficios artesanos, por ejemplo, que escriben las obras para que sean representadas por los cuadros teatrales de su propia localidad, saliendo de los municipios aquellas creaciones con mayor éxito. “En la prensa anarquista, muchas veces aparecían mensajes preguntando si alguien tenía el libreto de una obra de la que habían oído hablar porque querían representarla en su localidad”, señala Calero.
Muchos de los ateneos y sociedades obreras de la época ya contaban con teatros propios como espacio de socialización importante. Si no, los salones de actos valían para ello. “Se solían llevar a cabo entendiendo la carencia de medios, así que eran representaciones sin montajes muy complicados”, continúa el autor. Algunos de esos salones acogieron representaciones escritas por José Fola Igurbide, reconocido anarquista tolstoniano por el que tanto libertarios como marxistas sentían verdadera pasión. De hecho, muchas de sus obras siguieron representándose en el exilio en América tras la llegada del dictador Franco al poder en España.
“Lo que se puede aprender del teatro anarquista es la importancia que tenía como escaparate a la sociedad y la perspectiva de futuro que aportaba. Muchas veces se acusa a la literatura, al teatro o al cine de que son ajenos a la realidad de la gente, o que la sociedad no se ve representada en esos productos culturales. El teatro libertario se sale de eso, pues los espectadores veían cómo su miseria cotidiana no era algo particular de ellos mismos, sino común y colectiva, algo compartido, lo que les impulsaba a buscar soluciones colectivas”, explica Calero.
Al fin y al cabo, se trataba de un teatro hecho por el pueblo, y no para el pueblo. Este rasgo fundamental les hacía articular las creaciones en torno a un esquema basado en la crítica social que reflejaba una situación cotidiana: una huelga, un conflicto o un accidente laboral. “Esto atraía y hacía que la gente se enganchara”, apunta el escritor. Un segundo elemento valía para ensanchar al público potencial de la obra. Se trata del conflicto romántico, que también estaba presente en las creaciones y en el que además, de forma pionera, la mujer no siempre tenía una visión pasiva del asunto. Sin ir más lejos, en una obra de Antonio Hoyos y Vinent, autor recogido en la Antología, la protagonista acaba asesinando al hombre que la acosa.
Un tercer elemento es lo que hace que el teatro fuera anarquista, y no meramente social: el final emancipador. “No tenía por qué ser exitoso, pero sí daba un mensaje liberador en el que, por cierto, casi nunca se utilizaba la violencia. Mientras que siempre vemos y leemos obras que abordan el anarquismo con la violencia como algo fundamental, en el teatro escrito por libertarios resulta algo muy marginal. Ellos son quienes la sufren, no quienes la practican”, explica Calero. Su éxito estaba servido cuando la gente salía del teatro con la convicción de que otro mundo era posible, porque lo habían visto representado sobre el escenario.
Preguntado por el estado actual del teatro anarquista, el historiador afirma que apenas existe, tanto el del pasado como el del presente. “Muchas obras de teatro obrero han desaparecido y otras son muy difíciles de localizar, como una de Teresa Claramunt, que hemos perdido para siempre”. De esta forma, tan solo queda la herencia de aquellos años gloriosos para el teatro emancipador, pues su importancia también ha desaparecido. Por otra parte, Calero considera que no hay creación de este tipo de teatro en la actualidad: “La obra parecida y más representada es Muerte accidental de un anarquista, de Darío Fo, y quizá exista algún proyecto encomiable, pero nunca con el eco que tuvieron en aquella época”.
La Antología, de esta forma, no guarda entre sus páginas las mejores obras desde la perspectiva de la calidad, sino aquellas realmente significativas y representativas de esa manera de hacer teatro. Pese a que el autor admite que ha sido una tarea difícil decantarse por ellas, el libro de LaMalatesta recupera nueve obras del teatro anarquista tras casi 100 páginas que explican al lector los elementos claves para entender la cuestión: La mancha de yeso, de Remigio Vázquez; Sofía Perowskaia, de Carlos Germán Amézaga; Honor, alma y vida, de Juan Montseny (Federico Urales); Un huelguista, de J. Lofer; El ocaso de los odios, de Emilio Carral; Un buen negocio, de Florencio Sánchez; El Sol de la humanidad, de José Fola Igurbide; El fantasma, de Antonio de Hoyos y Vinent; y La guerra, de Eugenio Navas.