La Razón/Bruno Cardeñosa
Más de medio millón de personas acabaron en los 188 campos que se “levantaron” en España durante la Guerra Civil y también la posguerra.
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Prisioneros franquitas durante la Guerra Civil española tras la Batalla del Ebro.
“Tómate tu comida: es tu pienso”, le decían los guardianes a los presos, a quienes les hacían ver que eran ganado. Les daban de comer a la misma hora que a los perros. Para los que mandaban ahí los que se entraban recluidos en estos infames lugares eran poco más que escorias humana. Muchos murieron en el intento por sobrevivir, pero los vivos envidiaban a los muertos. La humillación era constante y las represalias estaban a la orden del día.
De todas las historias que se han olvidado –intencionadamente, hay que decir– del siglo XX en España esta es sin duda la más cruel. Cuando hablamos de campos de concentración, nos vienen a la mente las barbaridades que hicieron los nazis con los judíos y otros “enemigos” de la normalidad; pensamos que esto no ocurrió en España, pero nos equivocamos: en nuestro país hubo 188 –sí, has leído bien– campos de concentración tan duros y brutales como los nazis. Lo único que diferencia a unos y otros es que aquí no existió “solución final”, que es como se conoce el exterminio de los presos con gases en los campos alemanes. No hay que hacer culpables ni señalar con el dedo, pero sí recordar y tener presente que esos campos son lo peor que ha vivido la historia de nuestro país. No es que existieran en los dos bandos, que no, sino que tras la guerra se convirtieron en algo “normal”. Durante la dictadura fueron destruidos –lo que se podía destruir, porque eran básicamente barracones– y durante la Transición, su recuerdo fue borrado. Y eso que los nazis cogieron el ejemplo de España para duplicar la barbaridad. De hecho, un oficial de la Gestapo afincado en España tuvo mucho que ver con su construcción y en la “filosofía” que habías tras ellos.
Un nazi en el origen
Ese señor se trataba de uno de los ideólogos de la desnortada teoría nazi: se Burllamaba Paul Winzer, al que se le perdió la pista para siempre en 1945 cuando se encontraba en algún lugar de España. Fue uno de los hombres señalados por Heinrich Himmler –el hombre que tomó la determinación de la “solución final”, como consecuencia de la cual murieron gaseados millones de personas en los campos de concentración de Alemania– para pasar a formar parte de su guardia pretoriana y en uno los difusores de la ideología nazi por el mundo.
La cabeza pensante del nazismo le eligió para ser el hombre de la Gestapo en España
. Como jefe de la policía secreta nazi tenía la misión de vigilar y mantener a raya a todos los enemigos. Y es que no sólo pensaban de otro modo distinto al que consideraban el adecuado, sino que
temían que su existencia en libertad iba en contra de sus intereses, entre los cuales estaba también cobrar a España la deuda generada por el apoyo que los nazis prestaron a un bando durante la guerra pese a su “unión” ideológica con los franquistas.
“Crearemos campos de concentración para vagos y maleantes, para políticos, para masones y judíos, para los enemigos de la patria, el pan y la justicia. En el territorio nacional no puede quedar un solo judío, ni un masón, ni un rojo”, podía leerse en un alegato de los nacionales publicado por un periódico gaditano. “Tendréis envidia de los muertos”, dijo uno de los dirigentes del régimen, Ernesto Giménez Caballero. Fue un anuncio de lo que les esperaba a los que fueran ahí. Se calcula que un 10 % de todos los presos que pasaron por campos de concentración en España pudieron morir durante su estancia en estos lugares. Son más de 50.000 víctimas que están ignoradas por unos y otros y que no se cuentan en los registros oficiales ni oficiosos.<
Puede pensarse que era uno más de los muchos nazis que tuvo la Alemania de la época en nuestro país, pero lo que pocos saben es que fue elegido por el régimen de Franco para crear y dirigir el campo de concentración de Miranda de Ebro (Burgos), un lugar que tiene el dudoso honor de ser el último campo de concentración que existió en España. Cerró sus puertas en 1947 y por sus barros pasaron 65.000 personas en sus 10 años de puerca vida. Hoy no queda nada de él, sólo algunas tapias y ladrillos mal puestos. Su existencia se borró. Y casi nadie quiere recordarlo, aunque algunos lo hacen: “No sé cómo salí vivo de allí. Intentaban engañarnos para que dijéramos que habíamos matado a gente. Algunos salían al campo y no volvían. Dormíamos en el suelo, en unos barracones sin ventanas. Había piojos por todos lados. Pasábamos hambre. Hubiera sido mejor que nos fusilaran el primer día”, recordaba Félix Padín, uno de los que estuvo allí.
“Disponíamos de poca ropa y mucha hambre”
Padín estuvo en este siniestro lugar en diferentes épocas. Su testimonio es estremecedor: “Al fondo del campo y encima del río estaban los retretes a los que llamábamos ´el ciscar´. Consistían en una plancha de tablones con unos agujeros donde se hacían las necesidades. Todo lo sobrante de cada uno iba a parar al rio… En algunos lugares el barro llegaba hasta las rodillas y en otros más arriba. El trato por parte de quienes nos cuidaban era vejatorio. No sé si eran órdenes o si eran hombres vengativos y gozaban viendo a miles de hombres humillados y vencidos por el hambre y la miseria. Aunque muchos hombres están mutilados, nos atizaban gran cantidad de palos y de castigos.
Los alojamientos eran inmundos: barracones de pésima construcción y hechos de muy mala manera, con tablas y rendijas.
Dormíamos todos amontonados, en pleno suelo, por encima de toda la humedad. Nos humillaban, pero querían, según ellos, convertirnos y hacernos dignos de la clemencia. A pesar del frío y de las nevadas que había, disponíamos de poca ropa, de miseria moral y material, de piojos, de barro, pero nos faltaban calzado y calorías… Al igual que el café, la comida te producía colitis: si te morías era cagando”.
El estudioso Javier Rodrigo, que no duda en calificar todo el proceso de los campos de concentración en España como un tormento y una forma de exterminio, recuerda: “
En el campo de Albatera, el lugar donde se defecaba fue llamados por los presos ‘muro de los tormentos’: allí el esfuerzo para expulsar las duras bolas de excremento, unido a la desmejora de las condiciones físicas, hacía que muchas veces los internos se desmayaron sobre sus propias heces”
Los primeros campos de concentración se abrieron en 1937, a medida que avanzaban las tropas nacionales. Tras la guerra se extendió la red, que se mantuvo de concentración, como el de Miranda, estuvo abierto hasta 1947.
Las propias autoridades llamaron de esta forma a los lugares en donde se esclavizaba a la gente: en 1939 se creó la llamada “Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros”. Según los datos se encontraban entonces en esos lugares hasta 277.103 personas, que formaron parte del proceso de reducción de penas que impuso la dictadura a cambio de trabajo.
Hagamos un poco de historia. Todas las fuentes indican que el primer campo de concentración de la historia estuvo en la Isla de La Cabrera en 1808. Allí se mandaron a más de 10.000 soldados franceses que quisieron invadir España en la Guerra de la Independencia. Este hecho marca un principio fundamental en estos enemigos sin juicio y sin acusación. Esta idea estuvo presente en los prisioneros de los campos de concentración en España cuando se estableció el de San Pedro de Cardeña en Burgos. En ese lugar se puso a dos médicos a estudiar a los prisioneros, siguiendo los dictámenes de Antonio Vallejo Nájera, el asesor psiquiátrico del franquismo, que en esos años había establecido que, según sus estudios –evidentemente desautorizados por todos los expertos–, los marxistas y gente de izquierda tenían una serie de características sociales y físicas:
“Teníamos el objetivo de hallar las relaciones que puedan existir entre las cualidades biopsíquicas del sujeto y el fanatismo político–democrático–comunista”.
Llegó a la irracional conclusión de que existía una alta incidencia de ese fanatismo político de izquierdas en lo que él llamó “inferiores mentales”. Según sus palabras “fomentan complejos de rencor y resentimiento que se traducen en una conducta antisocial”. Tal fue el parámetro que se utilizó. Esas ideas, como él mismo defendió, se podían tratar en lugares concretos en los que se reeducaran estas conductas que, según sus tesis, afectaba más a mujeres que a hombres debido a que ellas tienen más tendencia a la inestabilidad.
“Labilidad psíquica”, decía. “Ellas tienen una irritabilidad propia de la personalidad femenina”, arremetió. A ese campo de concentración acudían normalmente agentes de la Gestapo –la policía secreta alemana– para vigilar los progresos que se hacían. Tomaron “buena” nota de ellos a tenor de que sus campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial fueron los peores que hayan existido jamás. A ellos se añadió el concepto de raza unido al hecho de que profesaban unas ideas distintas.
Objetivo: el enemigo interno
Esa misma historia nos señala que el otro gran antecedente también tuvo que ver con España durante la guerra contra los nativos cubanos. Ese lugar lo puso en marcha en general condecorado en nuestro país Valeriano Weyler, que concentró a los campesinos de Cuba que pedían la independencia. Hasta un tercio de la población de la isla pudo fallecer en estos lugares, en donde existían unas condiciones higiénicas terribles y una alimentación insuficiente. Señala el historiador Miguel Leal Cruz que el número de fallecidos pudo oscilar entre los 300.000 y 600.000. Los ingleses en la represión de los bóers en Sudáfrica y los nazis en la represión de los judíos tomaron buena nota del “éxito” de Weyler. Ahí está el origen de esta locura.
No hay que equivocarse; no se trataba de cárceles en malas condiciones, sino de lugares –llamados Campos de Concentración por el propio régimen– en los cuales reunir a todos los que durante la guerra y después se mostraron en contra del régimen. No eran presidios; era mucho peor. Para los que mandaban eran Batallones de Trabajadores: “Eran el enemigo interno, y debería someterse, reeducarse o ser exterminado”, dice sobre lo que pensaban de los prisioneros Javier Rodrigo, de la Universidad de Zaragoza, en un trabajo titulado Internamiento y trabajo forzoso: los campos de concentración de Franco. En dicho estudio se muestra lo que eran los presos: trabajadores sin ningún tipo de derechos a los que les esperaba la muerte. Muchas veces se limitaban a cavar y sacar tierras en los campos en los que estaban y en otras ocasiones los mandaban a trabajar a obras en las cuales se necesitaban sus servicios.
Cobraban 0,5 pesetas por día de trabajo, aunque no se les daba nada de nada, ya que se consideraba que su manutención tenía que salir de ahí. Llegaron a estar en estos campos más de 500.000 personas. Además, la “educación” religiosa y potenciar una ideología próxima al régimen era un objetivo de los mandos que torturaban a estos antiespañoles –así los calificaban–, lo cual era uno de los objetivo de quienes habían sido sus captores: “Como decía la documentación oficial, cuando no se trabajase, el personal encargado de los prisioneros cuidará de que estos observen un régimen interior moral, con lecturas, cantos, ejercicios, recreos, audiciones conferencias a fin de encauzarlos en el nuevo sentir de la patria”. El mismo estudioso señala: “Estaban internados meses o años en centros de deplorables condiciones higiénicas, con escasa alimentación y peor abrigo. Los prisioneros de guerra, los defensores de la antiespaña como decían, debían rendir tributo en forma de sufrimientos y trabajo”.
Los guardianes
En los campos nazis la figura del guardián era la representación del mal puro. Eran personajes crueles, terribles, bestias… No dudaban un segundo en pegar a los presos, fusilarlos si era necesario, darles palizas, disparar para amedrentarlos…
Eran auténticos sádicos de manual, pero no eran exclusivos de Alemania, porque estos personajes de una crueldad extrema y que eran capaces de imponer los castigos más brutales también existieron en los campos de concentración españoles. En el de Aranda de Duero (Burgos) a un preso llamado Maximiliano Fortún le dieron una soberana paliza que sólo detuvieron cuando la sangre inundaba todo el cuerpo, momento que aprovecharon los captores para ponerle su camisa de forma que las heridas se pegaran a la tela para que el dolor se hiciera insoportable. En esas mismas fechas, el guardián del campo de San Juan de Mozarrifar ataba las muñecas al mástil de una bandera si el preso no cantaba el “cara el sol”. Mientras, el guardián de Albatera se lo pasaba bien si disparaba en la oscuridad de la noche y atemorizaba así a los presos; fue él quien mandó fusilar a un huido y lo mostró sinvida ante 12.000 presos. Le castigaba así por ir a hacer pis a deshora. Podríamos seguir horas recordando las crueldades que se hacían en estos lugares…
Los campos de concentración fueron duros en todas partes, aunque esa forma de represión cobró forma extrema en Andalucía, en donde se levantaron 55 de los 188 conocidos. Uno de ellos era el de Saltés (Huelva), una isla que por sus características geográficas servía para mantener los prisioneros apartados de toda civilización: “Se llegaron a hacinar casi 3.200 personas en los meses posteriores al fin de la guerra. No tenían ropa y la comida era un chusco de pan con agua calentada donde se cocían huesos podridos: la gente de la otra orilla los veía deambulando como almas en pena”, señala en su libro Perseguidos el periodista onubense Rafael Moreno. “Muchos murieron de hambre o torturados en aquel recinto temporal, donde miles de personas permanecían en espera de traslado, aunque no está demostrado que hubiera un exterminio masivo”, concluye.