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La República en la selva del último de Durruti
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Tras sobrevivir a Mathausen, Antonio, soldado de la Columna, se adentró en la selva amazónica para fundar su paraíso anarquista. Y lo consiguió.

Dónde está don Antonio ?, pregunté al poco de aterrizar en Rurrenabaque, en el corazón del Amazonas boliviano. Quería localizar al fundador de la república de Quiquibey y último integrante con vida de la famosa Columna anarquista Durruti. Había llegado allí tras varios días de espera -pues la zona se encontraba aislada por la lluvia- subido en una destartalada avioneta con hélice de 19 plazas desde La Paz.


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Por supuesto, Antonio el español vive aquí cerca, sígame -responde un lugareño que no debió de captar mi suspiro de alivio.

Le seguí hasta un precario embarcadero donde por un bolívar (10 céntimos de euro) se toma una embarcación de madera a motor hasta la pequeña población de San Buenaventura, en la otra orilla del caudaloso río Beni, rodeada de imponentes montañas cubiertas de un espeso manto de selva.

Tras un cuarto de hora de travesía, el bote se arrimó al poblado formado en su mayoría de chozas de madera con techos de paja y calles de tierra por las que, aparte de la ocasional moto china, sólo transitan personas a pie o en bicicleta, gallinas y perros. Finalmente uno se topa con una casa baja de ladrillo donde aseguran que vive el último exiliado español.

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¿Don Antonio ? ¿Está usted ahí ?

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Bienvenido… Entre por favor. Enseguida estará con usted -responde una mujer mayor boliviana.

Minutos después aparece Antonio García Barón, el guerrillero más joven -entonces 14 años- de la célebre Columna Durruti. El único que aún sigue vivo -a punto de cumplir 87 años- y el último en abandonar España durante la Guerra Civil. Aquel ejército -unos 3.000 hombres reclutados por Buenaventura Durruti- fue clave para detener el avance franquista contra Madrid. “Pasó por mi pueblo de Monzón, en Huesca, durante la primera semana de la guerra y estuvo detenida unas horas”, cuenta sonriente Barón, con voz débil y acento todavía español, sentado en una mecedora. “No podían recuperar el pueblo cercano de Siétamo hasta que tres muchachos, entre ellos yo, lo tomamos con líquido inflamable. Cuando Durruti se entera de lo que pasó me llama y allí comenzó una amistad hasta el final”.


CIEN ATENTADOS

Barón lleva gorra y gafas oscuras. Un veneno que le suministraron disuelto en una taza de café hace años -el último de los más de 100 atentados que sufrió en París, donde vivió una temporada tras sobrevivir cinco años al infierno del campo nazi de Mathausen- le dejó la vista tocada para siempre. Así llegó a Bolivia hace 57 años. Derecho a la selva siguiendo el consejo de un amigo, el escritor anarquista francés Gastón Leval, quien desertó del Ejército y deambuló por el mundo 20 años, pasando tres meses en Rurrenabaque. “Le pregunté por una zona poco poblada, sin adelantos como agua, luz y electricidad, donde aún se viva como hace un siglo atrás, porque donde hay civilización hay muchos curas”, afirma.

Le acompañaba un catalán, Eusebio Rué, a quien conoció en La Paz. “Cuando llegamos vivían acá unas 400 personas (10.000 en la actualidad), 1.000 en toda la región, la mayoría indígenas guaraníes, pero aún así había un cura, un alemán. Fue un hueso duro de roer. Antes de que llegáramos ya se había enterado de nuestro viaje y dijo a la gente que éramos criminales. Los nativos huían de nosotros haciendo el signo de la cruz. Sólo después de dos semanas nos comenzaron a saludar, pero a distancia. Luego, al conversar con ellos, se dieron cuenta de que éramos buenas personas. Al cura le salió el tiro por la culata”, recuerda Antonio.

Convencido de que el clérigo seguía vigilándole, el oscense fundó un reino anarquista en medio de la selva, a lo largo del río Quiquibey, 60 kilómetros y unas tres horas en bote de Rurrenabaque. Le siguió su actual esposa Irma, de 71 años, la persona que abrió la puerta al periodista. Era diciembre de 1953.

Armados con dos machetes, Antonio e Irma construyeron esta isla libertaria, comenzando por una choza de hojas a la que, con el tiempo, añadieron otras cuatro de madera y hojas más frescas. “Fueron años de libertad en todos los sentidos, nadie nos pidió permisos ni decían ’esto no lo toques’. Eramos independientes, no molestábamos ni nos molestaban. Podías caminar 200 kilómetros y no habrías encontrado un alma”, añora Barón. Cultivaron maíz y arroz, criaron gallinas, patos y cerdos que rondaban libres durante el día y comenzaron a producir café y chocolate. Un par de veces al año bajaban al pueblo a intercambiar sus productos por otros como ropa y utensilios, pero jamás aceptaban dinero siguiendo sus ideales anarquistas.

Los primeros cinco años estuvieron solos, hasta que comenzaron a tener hijos. Tiempo después llegarían unos 30 indígenas nómadas, sondearon el lugar y decidieron quedarse, dedicándose a la caza y la pesca y sin usar tampoco el dinero como moneda de cambio. El periodista Manuel Leguineche -en su libro El precio del paraíso. Desde un campo de exterminio al Amazonas- lo llamó la “República de Quiquibey” cuando escribió sobre Barón en 1995. “No era para tanto”, resta importancia el aventurero, “seguramente fue una broma, aunque algunos todavía me escriben con membrete ’República Independiente de Quiquibey, Bolivia’, a la selva”. El que se negó a aceptar su parte de los derechos del libro, unos 6.000 dólares (3.700 euros), porque “nunca aceptará” dinero por contar la historia de las millones de víctimas del nazismo.


CONTADOR DE RELAMPAGOS

En Quiquibey la empresa pública de electricidad le contrató para contar relámpagos. “Hace 40 años estaban planeando una represa y me dijeron que observara el tiempo, cómo eran las crecidas del río, la clase de nubes, la temperatura y el número de relámpagos. ¿Cómo querían que lo hiciera si había tantos durante una tormenta eléctrica ?”. Fue también Antonio el primero en atraer turistas extranjeros a la zona, convertida ahora en uno de los destinos lúdicos predilectos de Bolivia por su proximidad al hermoso Parque Nacional Madidi, donde cientos de mochileros -especialmente israelíes- vienen cada año. “El turismo comenzó en mi choza. Al principio eran turistas alemanes y judíos, a veces alojábamos a 40, pero nunca hemos cobrado nada a nadie, más bien agradecíamos su visita”.

Explica Barón que el primer grupo, una veintena de alemanes, llegó en 1954 en bote. Comenzaron a desempacar sus bultos, contentos de toparse con alguien que hablaba su idioma. Al preguntarle cómo sabía alemán, dijo que lo había aprendido en Mathausen. “Se hizo el silencio absoluto y volvieron a empaquetar todo. Temían que les hiciese daño pero les insistí que se quedasen, que aquello era parte del pasado y que ellos no tenían ninguna culpa, como millones de españoles no tenían culpa de tener a Franco”. Se quedaron más de dos semanas, manteniendo contacto por carta durante años.

Sin embargo, su vida en Quiquibey no fue fácil : hace unos años perdió su mano derecha cuando intentaba cazar un jaguar que rondaba su cabaña. Después de tres días de búsqueda infructuosa, salió a comprobar una trampa armadilla, consistente en una escopeta que se dispara al paso de un animal, y por un error fue él quien acabó llevándose el tiro. Aún así, Barón e Irma reconocen que, de ser jóvenes, se habrían quedado a vivir allí. Pero la edad no perdona. Hace cuatro años decidieron poner fin a más de medio siglo en su paraíso anarquista y trasladarse a San Buenaventura, donde construyeron una casa de ladrillo en la que hoy viven. Como si el recuerdo de su vida anterior a la selva le persiguiera, Barón pintó en la entrada un mapa de Europa y el norte de Africa mostrando la expansión alemana en la II Guerra Mundial, y otro con todos los campos de exterminio nazis. Y encargó a un artista que le pintara tres cuadros de presos, vestidos con uniformes de rayas azules, uno con la soga al cuello y los pantalones bajados, y otro incrustado en una alambrada de púas electrificada. Además de un calendario con la imagen del actual presidente boliviano, Evo Morales, al que admira por intentar restablecer los derechos indígenas tras más de 500 años de discriminación desde la Conquista Española.

“España me quitó la nacionalidad cuando entré en Mathausen, para que Alemania pudiera negar que allí hubo españoles. El comandante del campo me dijo que Serrano Suñer (ministro de Exteriores franquista) pidió en Berlín nuestro exterminio en silencio, que nadie supiera nada”, revive enojado mientras señala una foto suya de preso, en la que aparece con un triángulo azul con una “S” en medio y el número 3422, indicativo de los presos considerados apátridas.

“El Gobierno español ofreció devolverme la nacionalidad, pero tengo que pedirlo y no me da la gana. ¿Por qué voy a pedir algo que me robaron a mí y a 150.000 compañeros ? Se lo dije al embajador pero no me respondió nada”. Pese a todo, Barón regresó a su tierra natal hace ocho años, aunque rechazó cualquier homenaje y sólo aceptó inaugurar una biblioteca. “Prometí antes de cumplir los 17 años en la frontera francesa, con un arma en la mano, volver a España un día para decir la verdad sobre lo que esa chusma, la Iglesia, hizo y la cumplí”.

“Le dije a Himmler (el jefe de las SS) cuando visitó la cantera de Mathausen el 27 de abril de 1941, que buena pareja hacían con la Iglesia y dijo : ’Te equivocas. Cuando termine la guerra verás desfilar a todos los cardenales con el Papa al frente hacia allá, señalando la chimenea del crematorio’”.


OCULISTAS CUBANOS

Mientras tira de memoria, Irma vuelve a unirse a la conversación. “La llamo mi compañera. Mi mujer suena demasiado posesivo”. Se casaron en diciembre pasado por lo civil. Al rato entran dos hombres jóvenes preguntando si pueden usar el ordenador. Son los tres médicos cubanos, uno de ellos cirujano, que se alojan en su casa después de que un incendio destruyera la cabaña donde dormían. Irma cuenta cómo uno de ellos le curó una catarata en el ojo izquierdo.

“En el pueblo había más gente con los ojos tapados que sin tapar, hasta que llegaron ellos. Además, enseñan a la gente a leer y escribir, dan gafas gratis… Antes no teníamos nada”.

Además de los cubanos vive con ellos uno de los cuatro hijos de la pareja, una hija también llamada Irma, de 47 años, que sufre de un trastorno físico crónico. Todos ocupan habitaciones sencillas que dan a un patio interior en cuyo extremo se encuentra una precaria cocina. Los otros tres hijos -Violeta, de 52 años, Iris, de 31, y Marco Antonio, de 27- trabajan ahora en España. Una quinta hija falleció hace pocos años cuando tenía apenas 29. Precisamente Irma venía de otra casa donde cuida a los dos hijos que dejó ella y a otros cuatro nietos de la otra hija que trabaja en España, una tarea que le ocupa casi todo el tiempo.

Ya habían pasado varias horas charlando con Barón y faltaba poco para tomar el avión de vuelta, antes de que volviera a llover y me quedara atrapado en la selva. En ese momento, como si quisiera cumplir con la promesa que hizo a sus compañeros presos de cómo habían muerto a manos de los nazis, comenzó a dar detalles sobre Mathausen. De cómo los nazis tiraban a los reclusos desde un acantilado de 80 metros y los judíos recibían un trato especial. No duraban ni un mes.

También recordó las playas de Dunkerque donde llegó a pie en mayo de 1940 desde un campo de internamiento para republicanos en Francia, intentando escapar de la invasión nazi. “Llegué por la mañana pero la flota inglesa ya estaba a unos seis kilómetros de la costa. Pregunté a un joven inglés si volverían y me dijo que no sabía, veo que come con una cuchara en la mano y dispara su cañón antiaéreo con la otra y así todo el tiempo”, rememora Barón a carcajadas. “Come si quieres, le digo, yo me ocupo de la máquina. ¿Sabes usarla ?”, me preguntó porque no llevaba ropa militar, tenía entonces 17 años… Derribé dos aviones y me miró asombrado, ¿dónde has aprendido ? Me regaló la cuchara con la que comía y la tuve hasta regresar de Mathausen”.

Sin embargo, Barón no sólo se alimenta de recuerdos pasados. Comenta indignado mientras camina lentamente hacia la salida cómo los lugareños han destrozado el lugar. “Antes pasaban por aquí día y noche grupos enormes de peces y pirañas, pero ya no queda nada. Desde Brasil (río abajo) arrasan con la pesca y los bolivianos ahora hacen lo mismo. Los monos comían de tu mano. Una vecina -señala hacia una casa en la distancia- prohibió la caza en sus terrenos y hace unos meses le quemaron lo que tenía. Estamos viendo cómo ayudarla. Ya le contaremos cómo nos ha ido la próxima vez que venga”, dice resignado el español. El rey de la selva.


Destino turístico

El reino de Antonio, en pleno corazón de la amazonia boliviana, es hoy una de las mayores atracciones turísticas del país. Los primeros curiosos, hace 50 años, fueron turistas alemanes y judíos. Todos se interesan por saber cómo perdió su brazo, y es entonces cuando el de Huesca muestra el arma que se le disparó al intentar cazar un jaguar.

ALFONSO DANIELS. | EL MUNDO


Preso 3422. Era el número que los nazis asignaron a Antonio García Barón en Mathausen. (Foto : Alfonso Daniels).


P.-S.

ALFONSO DANIELS. | EL MUNDO

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