Quedan 4 días para poder seguir realizando aportaciones para poder sacar adelante el proyecto del documenta “Estos Muros” que habla sobre los trabajos forzados de los presos del franquismo, en concreto ubicado en la construcción de la línea férrea Madrid-Burgos. El proyecto surge de unos versos que el director del documental conoció en su infancia mientras jugaba en las ruinas de lo que debieron ser los barracones de los presos que construyeron el viaducto de Chozas de la Sierra (actual Soto del Real).
En el diario Público salió un artículo sobre el proyecto:
Un poema resucita la memoria de los presos-trabajadores del franquismo y la línea en vía muerta Madrid-Burgos
Público/Guillermo Martínez
Miles de presos de la dictadura sirvieron a diferentes empresas constructoras en la más inmediata posguerra. Hacinados en barracones, sus familias se asentaban cerca de ellos en chabolas diminutas. La redención de penas consiguió mano de obra gratuita y una imagen benevolente del régimen.
Los once ojos del puente de Soto del Real leen un poema, esos versos cobijan el pasado de la zona y lo pretérito alberga la memoria del lugar. La conexión por tren Madrid-Burgos, línea ahora en desuso, fue levantada gracias a los presos políticos y comunes del franquismo que accedían al pretendido benevolente programa de redención de penas por el trabajo. Una explanada llena de matojos medio secos y cercada por una valla de fácil superación se abre ante el imponente puente. A unos metros del alambre empiezan las ruinas del destacamento penal por el que pasaron más de 2.000 personas. En una pared, el poema que Alberto Pascual veía cuando juagaba ahí con sus amigos en los años 70: “Estos muros hoy ruinosos / rodeados de misterio / no son de un castillo famoso / ni tampoco de un monasterio (…)”.
Diez columnas levantan la famosa pasarela, inutilizada desde los años 2000, que contrasta con las modernas y cercanas vías del AVE. En la construcción “endecaojival” aún resuenan los más de dos millares de presos que pasaron por el destacamento penal de Soto del Real entre 1942 y 1950. Ellos, con sus manos, levantaron la infraestructura, al igual que lo hicieron 4.000 condenados más a lo largo de los 70 kilómetros de vía finalizados en 1955 e inaugurados en 1968. Zarzas y setos caducos orientan el paso. Las ruinas conservan las puertas de los ganaderos que utilizaron el lugar cuando se cerró el destacamento. No queda nada de los barracones, solo la planta confeccionada por un ingeniero militar sublevado y esbozada en 1937, manida de tanto usarse en otros muchos enclaves, comenta Pascual.
Este productor audiovisual está realizando un documental titulado Estos muros en el que aborda el programa de redención de penas por el trabajo del franquismo gracias a un crowfunding. Todo surgió hace un tiempo, cuando se acordó del poema pintado en la pared de las ruinas madrileñas de Soto del Real: “Volvimos algunos amigos que jugábamos por aquí de pequeños y lo reescribimos”. A escasos dos metros de su ubicación original, los versos recuerdan lo que en ese patio ocurrió; los mismos versos que alguien, en los años 60, se encargó de pintar tras aplanar la pared con una pátina de yeso.
Dos edificaciones dedicadas a la seguridad en una parte elevada del destacamento penal de Bustarviejo. — Nerea Villuendas
Fernando Colmenarejo, uno de los autores de Paisajes de posguerra en un camino hacia la libertad. Los destacamentos penales en el ferrocarril directo Madrid-Burgos (Aquipo A de Arqueología, 2019), recuerda ir a saludar a Francisco Franco en aquel primer trayecto reservado para el autócrata. Él mismo, mientras se tapa de un sol que hace justicia donde nunca la hubo, recuerda a aquellas personas que pasaron por este tipo de sitios: “Se podrá morir Sánchez-Albornoz, pero siempre nos quedarán estos muros”, dice refiriéndose al título del documental.
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El lugar, emblema del olvido
“Yo lo pienso mientras realizo la cinta, y es que el hombre más joven que pasó por aquí tendrá casi 100 años. Si se mueren y no les hemos escuchado antes, ¿qué pasa con esta memoria? ¿Han vencido?”, reflexiona el productor subiendo la ladera. Como meta, las vías del tren. Por el camino, Colmenarejo explica: “Aquí no gastaban un duro en vigilancia porque ellos se autovigilaban. Sabían que en la cárcel estarían mucho peor, además de que el sistema de redención de penas les permitía mantener a sus familiares con el poco dinero que ganaban”, agrega el arqueólogo.
Inscripción realizada en el quicio de una ventana en las dependencias policiales del destacamento penal de Bustarviejo. — Nerea Villuendas
Al igual que en el Valle de los Caídos, las zonas adyacentes están repletas de chabolas en las que vivían los familiares de los presos, aunque en la construcción también hubo trabajadores libres. “Cuando había una evasión, cundía el pánico entre los presos pensando que podían cancelar el destacamento. Era otra forma de chantaje para que no escaparan“, continúa el autor del libro ya mencionado. A unos 150 metros de la entrada de lo que fue el destacamento y 15 metros ladera arriba, el polvorín apenas conserva su arquitectura genuina.
Lawrence Sudlow es el presidente de la asociación cultural del municipio: “Aquí la sociedad civil somos la gente del pueblo que queremos dinamizar este espacio. Queremos saber la historia, nuestro pasado, porque todo lo que tenemos se lo debemos a los que nos precedieron”, en palabras del presidente de Chozas del Real. Un gallo canta y se adelanta unos minutos al medio día. Desde el puente, las vías registran unos 45 grados con el astro solar. “La frontera era un círculo con piedras blancas. Sabían lo que era estar dentro y fuera sin necesidad de rejas”, agrega Colmenarejo. Los presos dentro y las familias fuera son dos binomios que tan solo experimentaban cierta porosidad los domingos, cuando se permitían las visitas, después de misa.
Bustarviejo, el único destacamento en pie
Algo menos de media hora en coche separa el puente de los once ojos sotorrealeño con el tramo de la vía que pasa por Bustarviejo. Allí, la Asociación por la Memoria Histórica Los Barracones ha recuperado el destacamento que cobijó a los centenares de presos que pasaron por él. De media, se calcula que entre 130 y 150 personas pasaban al mes por cada uno de ellos. José Carlos González, miembro fundador de la Asociación, da indicaciones a Pascual, el conductor: “Está bien el camino, pero no vayas muy deprisa”. Distancia: 1,8 kilómetros desde la puerta del cementerio de la serrana localidad. El último tramo, escasos 150 metros, a pie.
“Tenerles aquí era una forma de incentivar el turismo penitenciario. Que sus familias fueran donde iban ellos significaba asegurarse de que no se escaparan”, explica el propio González. Hasta 45 chabolas se levantaron por las inmediaciones. Ocupadas por mujeres y niños pequeños, su vida pasaba entre los dos por dos metros de largo y ancho que el régimen les permitía construir. “Una especie de campamento para pobres“, aduce este veterinario retirado. Entre los objetos hallados en la excavación arqueológica del lugar había tinteros, algo que sorprendió a los expertos. “También se encontraron en otros barracones, así que pensamos que las madres enseñaban a los críos lo que se llamaban las cuatro reglas, porque no podían ir a la escuela debido a las condiciones en las que vivían”, explica el memorialista mientras camina entre pequeños arbustos con flores anaranjadas.
La empresa que se benefició de esta parte de la construcción de la línea Madrid-Burgos fue los Hermanos Nicolás Gómez, al igual que Elizarán lo hizo en Soto del Real. González se enerva cuando ve que el barracón se ha convertido en un ambientado hospital de la guerra de Afganistán. Así lo ha querido el Ayuntamiento de la localidad, que parece no ejercer mucho control sobre lo que la productora que ahora ocupa el espacio está haciendo en él. Sea como fuere, la historia del destacamento también pasa por un largo uso por parte de los ganaderos de la zona. Ellos se aprovecharon de las diferentes salas para guardar a sus animales. Cientos de kilos de estiércol fueron el resultado donde tiempo ha decenas de recluidos dormían.
Pensando la represión
“Ya ves que este lugar valía tanto para animales como para personas, así que te puedes imaginar cómo trataron a las segundas”, interpela González mientras pisa unas tímidas margaritas. El millar de visitantes anual que recorre el recinto de 1.500 metros cuadrados tiene la posibilidad de, lo primero, ver el módulo de las dependencias policiales. En el quicio de una ventana está la única inscripción que se conserva original y que reza: “5-4-1945 Destacamento de Presos”. “Es el único sitio en el que había dos chimeneas, los presos siempre estaban a temperatura ambiente. Además, las ventanas permitían controlar los barracones de los presos y defenderse de cualquier intentona de liberación“, agrega el fundador de Los Barracones.
Patio central de la colonia de penados de Chozas de la Sierra (Madrid). — Dirección General de Prisiones.
Fuera, como dice, hasta tres garitas de seguridad apostadas en los flancos del destacamento miran hacia el exterior. Ahí es donde estaba el peligro porque los maquis de la sierra podían bajar a liberar el lugar en cualquier momento, o robar la dinamita que utilizaban en la obra. Un riel de cardos verdes y asilvestrados conduce a la entrada del destacamento. A la derecha: primero el economato, después la enfermería y, por último, la cocina, donde los mínimos hidratos de carbono y proteínas para no desfallecer eran los protagonistas del rancho. En el centro, el patio donde los recluidos formaban hasta tres veces al día. Más allá, los tres dormitorios en los que ninguna ventana está pensada para el confort, sino para la ventilación y luminosidad. “No se tenían que olvidar que estaban recluidos. Es la arquitectura de la represión”, apunta González.
Un “laboratorio psicológico”
La intimidad también les fue arrebatada. Estaban obligados a realizar su higiene en una pequeña dependencia con una letrina árabe de hasta siete personas. Compuestos los dormitorios formando una “L” tumbada, en cada uno de ellos dormían entre 40 y 50 personas. González explica el único momento de dispersión que tenían los presos convertidos en trabajadores: “Al principio no les dejaban entrar a las chabolas con sus familias para evitar las relaciones sexuales, pero amenazaron con una huelga y finalmente sí que se lo permitieron”. Este entendido, cuando habla, fija su mirada en la distancia media, como si siempre quisiera ir un poco más allá de lo que su boca dice y sus manos dan a entender: “Los presos de aquí eran algo privilegiados porque ya llevaban más de 7 años de cárcel. Las prisiones franquistas fueron un laboratorio psicológico para rehabilitar a la nueva patria, y la mala noticia es que lo consiguieron. Muchos salieron de aquí gritando Viva Franco“.
Este veterinario prejubilado de la Sierra Norte de Madrid, ataviado con una camisa tenuemente desabrochada y con pantalones de algodón, aprovecha los últimos minutos del paseo para señalar la celda de castigo a unos 25 metros de la entrada al destacamento. Más allá, un par de garitas de seguridad de granito. En ellas, dos mirillas, a izquierda y derecha. Unos metros por debajo, la línea del ferrocarril que transporta vagones invisibles de olvido y que, poco a poco, se están tornando del color de la memoria y la dignidad. Aun con todo, siempre quedarán los muros del recuerdo: “(…) No tienen fama ni gloria / ni recuerdos de su historia / más son testigo elocuente / y evocan enmudecidos / los duros tiempos vividos / en la construcción de este puente”.