Rojoynegro.info/Octavio Alberola
Escultor. Fue compañero de Juventudes Libertarias de París. Ha fallecido en Sevilla
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Compañeros de Madrid me comunicaron hace pocos días el fallecimiento del compañero Juan Salcedo, al que conocí en 1962 cuando, siendo él militante de las Juventudes Libertarias de París, colaboró en la lucha de los libertarios contra el régimen franquista. Los compañeros de Madrid me informaban, además, que el compañero Antonio Pérez iba a hacer un obituario, que me acaba de llegar y reproduzco a continuación.
LAS MANOS DE SALCEDO
A los 80 años y rodeado en Sevilla por sus seres queridos, nos ha dejado el escultor Juan Salcedo. Decir que era un hombre bueno es quedarse corto. Juan era mucho más, era un ciudadano cuya grandeza descansaba en que nunca fue súbdito de nadie –“Libre hasta el final”, reza su esquela-. Y era un ciudadano ejemplar porque era consustancialmente tolerante. Y era paradigma de tolerancia porque era fuerte, robusto en sus convicciones e incluso físicamente –su arte así lo exigía-.
Como pude comprobar cuando compartimos cárcel en Palencia, llevaba en las venas su independencia de criterio y su desconfianza hacia las añagazas de la autoridad artificial. A ésta la distinguía perfectamente de la autoridad natural de aquellos que llamamos ‘nuestros mayores’. Como escultor ‘de nacimiento’ que fue, respetaba a los grandes artistas pero sabiendo que pocos de los oficialmente grandes, lo son de verdad. Juan se decantó por el arte clásico, el realista, el naturalista, el figurativo, como quieran llamarlo. Por ello, su obra es duradera, porque nunca cayó en efímeras extravagancias.
Acusado de pertenecer a las Juventudes Libertarias, en 1963, Juan Salcedo fue condenado a dos penas de muerte que luego le fueron conmutadas por lo que en las cárceles se llama “una ruina” –incontables años-. Cumplió condena en los penales y talegos de Sevilla, Madrid, Jaén, Burgos, Segovia y Palencia. No salió a la calle hasta después de la muerte de Franco. No se necesita ser profeta ni psicoanalista para imaginar la amputación en vida y en arte que sufrió nuestro querido Juan. En vida porque sólo tenía 26 años cuando, al dejar Francia, fue apresado. En arte porque, siendo escultor de verdad, de los que sudan, sueldan y martillan, vio que tenía prohibido trabajar el hierro. En Palencia le vi limitarse al dibujo: aquellas manos nacidas para jugar con los metales ahora se veían obligadas a jugar con cartulinas sobre las que creaba dibujos a tinta china con millones de puntos y líneas firmes. Sus tres dimensiones se habían reducido a dos. ¿Traumático? Sin duda pero nunca le oí quejarse; al contrario, se adaptó con tanta serenidad como alegría. ¿Deprimido en Palencia tras doce años encerrado… Franco vivo y la que te rondaré morena? Quien lo pregunte es que nunca conoció a Juan.
Llegado a lo que ahora sabemos que fue la mitad de su vida, los cuarenta años, sale en libertad y se aposenta en Sevilla donde conoce a Pilar y con quien tiene a su hija Eva, una familia que es el vivo ejemplo de la tolerancia interna y externa. Y de la elegancia porque, ¿quién, después de tantos años de tortura, se atrevería a tratar con la sencillez que sólo es patrimonio de los sabios a todas las clases sociales? Pues, evidentemente, Salcedo. Juan trataba por igual a los desheredados y a los poderosos -lo pude comprobar-. Eso es elegancia y lo demás, vanidad de vanidades.
Salcedo vuelve a sus amadas ferrerías, fundiciones y bronces y, como no podía ser menos, su arte es muy apreciado. Años después, se traslada a Islantilla, a una casa en la playa donde puede instalar su taller en un cobertizo. Allí será donde, entre otras muchas obras, crea “Las Manos”, unas enormes y broncíneas manos que ahora enaltecen una avenida en esa misma localidad. Unas manos más humanas que las anatómicas porque están permanentemente entrelazadas, unidas en las adversidades, en las diversidades y, definitivamente, en la búsqueda conjunta de la libertad. Por tanto, fue lógico que, cuando falleció su escultor, Las Manos recibieran una ofrenda de flores rojas y de crespones negros.
Para los universitarios rebeldes de los años sesentas, Bujalance era un pueblo mítico, no porque allí hubiera habido en 1933 un gran levantamiento anarco-sindicalista ni tampoco porque fuera la base del maquis de Los Jubiles –nuestra instrucción no llegaba a tanto-, sino porque allí nació Juan Díaz del Moral y allí ejerció de notario mientras escribía una obra que fue fundamental en la educación histórica de los izquierdistas de antaño: Historia de las Agitaciones Campesinas Andaluzas (1929) Pues ahora podemos decir que Bujalance tiene dos hijos auténticamente nobles y los dos se llaman Juan. Uno, el de los buenos legajos; otro, el de Las Buenas Manos.
Juan Salcedo Martín (27.VI.1936, Bujalance –11.IV.2017, Sevilla), compañero, Sit tibi terra levis.
ANTONIO PÉREZ