Diario Sur/Míriam Fernández Rúa
Para que las historias de sus amigos represaliados no quedaran en el olvido guardó una lista con sus nombres. Gracias a su nieta los conocemos
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Francisco (El Hombrecino) y su nieta Susana, durante su viaje a Almendral en 2012, con la sierra donde se refugió en la Guerra Civil al fondo. Él murió al año siguiente. /CARLOS VALCÁRCEL
Un pueblo de Badajoz rescata la historia del hombre que llevaba siempre con él un folio con más de un centenar de nombres de los amigos asesinados al inicio de la Guerra Civil por las tropas franquistas
El Hombrecino tenía un folio que siempre guardaba en la cartera. Era un papel viejo que amarilleaba. Contenía el nombre, los apellidos y los apodos de más de cien hombres y mujeres de Almendral, su pueblo, en Badajoz. Todos ellos fueron sacados de sus casas y asesinados por las tropas franquistas durante los primeros meses de la Guerra Civil. Durante cuarenta años, el Hombrecino llevó consigo esa lista, como la llave de su memoria para no olvidar a los amigos que perdió en 1936. A él no le gustaba hablar de la guerra, le gustaba recordar a sus amigos. Por eso, siempre que aquellos meses aciagos salían en cualquier conversación, él sacaba su lista y contaba la historia de alguno, por ejemplo de Rufino, el zapatero de Almendral, al que vio cómo se lo llevaron a fusilar a la tapia del cementerio mientras su hijo lo seguía a pie.
El Hombrecino es Francisco Rodríguez, el mote por el que le conocían en Almendral, un pueblo de 1.300 vecinos, que fue de los más represaliados por Franco (de los 3.700 habitantes de entonces, fueron asesinados 250 en los primeros meses de la Guerra Civil).
«Le llamaban así porque decían que a la edad de 14 años ya hacía el trabajo de un hombre», relata Susana Cabañero, su nieta y la responsable de divulgar su historia.
La hoja cuarteada con la lista de sus amigos y vecinos fusilados que El Hombrecino llevó consigo durante casi 40 años. / CARLOS VALCÁRCEL
Cuando los golpistas entraron en Almendral el 19 de agosto de 1936, Francisco tenía 17 años. Trabajaba de bracero en el campo, como tantos otros del pueblo, y no sabía de partidos políticos. Huyó entonces a la cercana sierra de Monsalud. En esas montañas se llegaron a refugiar cerca de dos mil hombres y mujeres de la comarca
El solía bajar de noche al pueblo a por comida y en una de esas incursiones fue capturado. Le dieron a elegir: al frente o al paredón. Y Francisco Rodríguez luchó hasta el final de la guerra en el bando de los sublevados. Pasó por Pamplona, Burgos, Teruel y el fuerte de Guadalupe en San Sebastián. «No le gustaba hablar de esto, solo me contaba el frío que pasaban, las noches al raso, de cuando dormían en cobertizos encima de las bombas… También me contó una vez que gracias a su estatura –era bajito– se salvó de tener que acatar la orden de fusilar a gente, porque formaron a su tropa por estatura y a él no le tocó», explica Susana.
Lejos de volver del frente adoctrinado, lo hizo comunista. Y así se mantuvo hasta el final de sus días. A Almendral regresó poco después de acabar la guerra, de nuevo a trabajar en el campo. Entonces conoció a su mujer, Cecilia González Zambrano, en un baile. Tuvieron tres hijos y en los 50, cuando la miseria asoló los pueblos pacenses, emigraron a Madrid. Le salió un trabajo como vigilante de una gasolinera. Los primeros años no aliviaron las estrecheces de la familia. Tuvieron que compartir piso con unos primos y hasta los gajos de naranja. Al principio, los viajes a Almendral eran frecuentes, pero cada vez se fueron espaciando más a medida que los familiares fallecían. Sin embargo, nunca perdió el arraigo, la lista que guardaba en su cartera le anclaba a su tierra con más fuerza que su DNI. A sus hijos nunca les habló de la guerra por ese silencio impuesto en nombre de la reconciliación nacional. Pero también por miedo. Hasta que Susana, su nieta, empezó a hacerle preguntas. «Yo nací en el año 1974 y aunque Franco murió un año después, seguía sin poderse hablar del tema», recuerda.
Su abuela era más reacia. «Le decía ‘Francisco cállate, de eso no se habla’, y él le respondía: ‘¡Cómo no se va a hablar, esto lo tienen que saber los jóvenes!’». Su nieta fue la primera persona a la que Francisco le enseñó su lista. Alguien la mecanografió y se la entregó una vez muerto el dictador. «Cada vez que empezaba a contarme algo, mi abuelo sacaba el folio doblado de la cartera y decía un nombre, su mote y me contaba su historia… dónde había trabajado, con quién se casó, los hijos que tuvo, cómo se lo llevaron… y se ponía a llorar, se emocionaba muchísimo. Guardó la lista para recordar a sus amigos. Él necesitaba que se supiera que los habían matado, por eso tenía esa obsesión por contármelo».
Sacarlos de la fosa común
Susana entendió entonces que tenía entre las manos una historia de la que nadie le había hablado antes, tampoco en el colegio. «Me sentí una privilegiada por tener a alguien que me contase directamente lo que había vivido». Así empezó hace once años su primer proyecto fotográfico, con su abuelo como protagonista y con la lista como homenaje a todos los desparecidos. Para intentar comprender mejor la insistencia de su abuelo en que aquellos nombres no cayeran en el olvido, Susana decidió viajar a Burgos para ver el trabajo de las exhumaciones de fosas comunes. «Los familiares con los que hablé me decían que habían pasado toda su vida buscando a su padre, a su madre, a su hermano, a su tío o a su abuelo y que una vez encontrados ya podían morir en paz». Francisco Rodríguez tenía el mismo anhelo, limpiar su herida para que pudiera cicatrizar. Por eso, una vez fallecida su mujer, su nieta le propuso volver por última vez a Almendral. Tenía 93 años y la memoria tocada por la demencia senil. «Mi madre creía que no iba a poder aguantar el viaje y él decía que no se veía con fuerzas, pero al final fuimos y fue maravilloso. Allí rejuveneció diez años». El viaje lo hicieron en abril de 2012. «Fuimos a encontrarnos con las personas de la lista, con los muertos, pero también con los vivos que quedaban y que se acordaban de mi abuelo».
A los trece meses de aquella última visita a Almendral, el Hombrecino murió. Su lista sirvió para que un comprometido alcalde, Francisco Cebrián, pusiera todo su empeño en buscar esos cadáveres en fosas comunes para enterrarlos en un panteón digno, levantado por suscripción popular.