“Recuerdo a mi abuelo como a un abuelo, porque no nací a tiempo de conocer otra cosa de él. Era un señor cariñoso y estupendo que nos llevaba de paseo. Le gustaba rememorar. Era entrañable, si uno sabía escuchar sus historias con paciencia y con cariño.” El nieto de El Ángel Rojo también se llama Melchor, pero Melchor Leal. Tenía 22 años cuando, en 1972, se le murió de viejo aquel intrépido anarquista, calderero, ebanista, agitador de masas, libertario, novillero, agnóstico, humanista, ideólogo, chapista, sindicalista y último presunto alcalde del Madrid republicano, sevillano de nacimiento y única persona de España (que se sepa) que, a riesgo de su propia vida y sirviéndose de su condición de responsable de las cárceles madrileñas, se pasó la Guerra Civil escondiendo, ayudando a huir, protegiendo de los exaltados y salvando del paredón a alrededor de 15.000 prisioneros y perseguidos del bando contrario, sin cuya mediación habrían muerto todos, sin la menor duda, entre 1936 y 1939.
No era creyente, pero había estado preso muchas veces, antes de la República. “Lo hago porque no quiero para los demás lo que no quiero para mí”, dijo. Sin embargo, los republicanos no podían respaldar a una especie de traidor y los franquistas no podían admitir que hubiese un rojo bueno. Así que lo único que consiguió de los políticos fue el triste privilegio de ser el único español enterrado, en vida del mismísimo Franco, con una bandera republicana.
Ayer, en Madrid, el nieto intentaba rebuscar en su memoria algún objeto con el que relacionar a su abuelo, ya fuese una pipa, un tintero, una butaca, un abrecartas o un cartelón de la CNT. “Un sombrero. Siempre usó sombrero. Lo llevó hasta el final. Y siempre iba con corbata.” Porque para colmo de rarezas en un anarquista, además de todo era pinturero por imperativo de su vocación taurina. “Le encantaba ir arreglado, era muy coqueto”, dice de él su mejor cronista, el escritor Alfonso Domingo, quien anoche conferenciaba en una oficina portuaria de Sevilla no sobre un anciano que sacaba a sus nietecillos al parque, sino sobre un joven impetuoso y decente que hizo de su convicción personal una barricada frente a los peores monstruos de la guerra.
“Él era la reconciliación, la vida. No hay equivalentes a Melchor Rodríguez en el bando nacional ; no de esa manera”, dice Domingo, que acaba de concluir un libro sobre el personaje cuya documentación le ha llevado cerca de cinco años de trabajo. La razón por la que ningún partido lo ha reivindicado para un homenaje y por la que casi nadie ha oído hablar de ese anarquista, que habría podido ser santo si hubiese creído en Dios, es que “a los libertarios nunca los ha querido nadie, porque son una crítica constante al poder”.
La gente, por lo general, no tenía ni idea de la existencia y de la proeza de este personaje, aunque dice Alfonso Domingo que, al igual que pasa con la maldad, “la lucha contra la ignorancia nunca es una batalla perdida”. Y sostiene también que otra suerte habría corrido la memoria de este hombre bueno si hubiese pertenecido a ese lote de personajes y de muertos que los bandos políticos se tiran mutuamente a la cara, como argumento para mayor gloria de sí mismos.
Fue el Schindler español. Los madrileños perseguidos, conscientes de que era una persona buena y al mismo tiempo un antifascista de probada solvencia, acudían a él para que los escondiera en su casa (siempre hubo en ella entre 25 y 40 personas ocultas), los ayudase a huir por la frontera o los pusiera a salvo en alguna embajada. Además, su responsabilidad al frente de las prisiones madrileñas supuso el cese de los fusilamientos y la mejora de las condiciones de vida de los presos.
Cuenta el biógrafo de Melchor Rodríguez que, tras el bombardeo de Alcalá de Henares por los franquistas, que produjo siete muertos y alrededor de una treintena de heridos, los agitadores convencieron a las masas para acudir en tropel a la cárcel de esa ciudad a acabar con todos los presos fascistas. Algo así había ocurrido dos días antes en Guadalajara, donde de 320 internos murieron 319.
Sólo se salvó uno, que logró huir a tiempo. Ante la perspectiva de lo que estaba a punto de suceder, explica Domingo que El Ángel Rojo (nombre que a él no le gustaba, por su relación con la fe) “acudió allí rápidamente, se interpuso en Alcalá entre el gentío y el edificio, rearmó moralmente a los funcionarios, que estaban a punto de cesar en su resistencia, y amenazó hasta con armar a los presos.
Y así, introduciendo poco a poco razones y argumentos, logró aplacar las iras del pueblo. Aquello supuso 1.500 vidas. Y lo hizo él solo, poniéndose delante de cientos de exaltados. Fue un hecho prodigioso”. Tan prodigioso como que a los 35 años de su muerte, Melchor Rodríguez vaya a ser recordado.
www.correoandalucia.com /César Rufino/ 26/04/2008