El País/Natalia Junquera
El antropólogo Jorge Moreno analiza en ‘El duelo revelado’ la relación de los represaliados con los escasos retratos de sus familiares fusilados, encarcelados o exiliados
Las hermanas Lucía y Juana Molina Casado, que tienen 100 años, muestran un montaje fotográfico hecho para integrar en el retrato a los familiares ausentes. JORGE MORENO ANDRÉS
Franco también prohibió llorar. Los familiares de los fusilados no pudieron enterrar a sus seres queridos, organizar funerales, hablar en público del que faltaba en sus casas. Así que durante años, sin cuerpo, lápida, ni derecho a recordar en voz alta, la única forma de duelo para miles de viudas, hijos, padres o hermanos, fue contemplar, besar y hablar a sus fotografías. Julia Madrid tenía la de su hermano frente a la cama, para que su rostro fuera lo primero que viera al despertarse y lo último antes de rendirse y dormir. Sus hijas, Juli y Pauli Capilla, la recuerdan hablándole a aquella foto, informando a su tío muerto de lo que seguían padeciendo los vivos. Otras veces esas imágenes sirvieron para activar una búsqueda: sin más información que una foto y el nombre del que nunca se hablaba, un nieto seguía el rastro hasta dar con la fosa común de su abuelo 70 años después.
El régimen no solo se dedicó a matar, sino a hacer desaparecer. Las fotos familiares eran una forma de dignidad y resistencia
Jorge Moreno
El antropólogo Jorge Moreno Andrés ha dedicado siete años a investigar la relación de los represaliados del franquismo con estas fotografías. El resultado es
El duelo revelado
, un libro editado por el CSIC
que analiza 1.500 imágenes de colecciones particulares y otras 4.000 más procedentes de archivos españoles, franceses, estadounidenses y mexicanos. “El régimen no solo se dedicó a matar, sino a hacer desaparecer [por eso ocultaba los cuerpos en fosas comunes]. Las fotos familiares eran una forma de dignidad y resistencia”, explica.
Las imágenes fueron conservadas y heredadas. El tesoro pasaba de madres a hijas y de hijas a nietas. “Son las mujeres las que construyen el linaje de la familia. Eran ellas, y más las hermanas que las viudas, para proteger a sus hijos, quienes custodiaban las fotografías”, explica Moreno.
Fotogalería: Santiago Ruiz en una imagen tomada en los años treinta durante unas fiestas populares, y el reverso, con varias capas de escritura hechas en distintos momentos. FAMILIA RUIZ
Algunos familiares escondieron los retratos de sus desaparecidos –entre las páginas de una Biblia, detrás de un cuadro, bajo una teja, en una grieta de la pared…– para no provocar al bando de los asesinos cuando volvían de tanto en tanto a sus casas para recordar a los supervivientes que debían tener miedo. En 2011, 36 años después de la muerte de Franco, un vecino de Hinojosas de Calatrava (Ciudad Real) pidió a Moreno que al fotografiar la única imagen que tenía de su padre, antiguo militante de la CNT, no le sacara la cabeza. El miedo seguía allí.
A mi hermana y a mí nos daban miedo aquellas fotos. Sabíamos que aquel hombre no estaba vivo
Luis Morales, hijo de fotógrafo
Manuela León tenía enmarcada la foto de su padre fusilado en 1939, pero durante años la guardó en el desván. Era bordadora y sus clientas, “mujeres de derechas”, le habían dicho que tener presente a su “padre rojo” perjudicaba el negocio. En otros hogares, los retratos de los fusilados se colocaron junto a la mesilla de noche, para volver a verlos en sueños, “la gloriosa patria de los muertos”, que decía Octavio Paz.
Para gran parte de la clase trabajadora, el acceso a su primer retrato fue a través de los fotógrafos ambulantes que acudían a las ferias y fiestas de los pueblos para retratar a familias ante paneles que simulaban ciudades o paisajes exóticos. Así, los Calvo Navas posan en 1930 en las fiestas de San Juan de Abenójar (Ciudad Real) delante de lo que parece Sevilla. Diez años después, la familia recurre de nuevo a un fotógrafo ambulante. El fondo es idéntico, pero cuesta reconocerlos. El padre ha sido fusilado y la madre está presa, así que en la nueva composición, los hijos mayores ocupan el lugar de los padres en aquella estampa de 1930, con los más pequeños en brazos. En esta segunda imagen, realizada para ser enviada a la cárcel, está contenida la historia de muchos hogares españoles de posguerra: los niños tenían que ejercer de adultos y ponerse a trabajar para alimentar a los que tenían apenas unos años menos que ellos
.
Aquellos retratos hechos por los fotógrafos ambulantes, como los del servicio militar, eran muy pequeños, de apenas nueve centímetros. Para ampliarlos, poder enmarcarlos, o introducir a los que habían desaparecido en montajes familiares, los represaliados acudieron a laboratorios que utilizaban una técnica llamada bromóleo; dibujar sobre la imagen. Luis Morales, hijo de uno de aquellos fotógrafos, era apenas un niño, pero recuerda las visitas de mujeres –“siempre eran mujeres”- de negro que acudían al establecimiento a pedir ayuda para ampliar su único recuerdo. “A mi hermana y a mí nos daban miedo aquellas fotos. Sabíamos que aquel hombre no estaba vivo…”. Ellas no lo decían al hacer el encargo, pero Luis no necesitaba oírlo para saberlo.
Las fotografías también formaban parte de la correspondencia que los presos intercambiaron con sus familias durante años y asumían el formato de mentiras piadosas. Los presos posaban para el régimen los días de fiesta bien vestidos, leyendo o haciendo deporte en prisión, porque aquellas imágenes, con las que el franquismo quería transmitir benevolencia, arrepentimiento o conversión, servían también para tranquilizar a sus familias. A su vez, en las casas, se retrataban para transmitir a los encarcelados que los hijos estaban bien. Felicísima Ortega conoció a su niña al salir de prisión y su niña a ella gracias a las fotos que se habían enviado año a año. “Eran una herramienta fundamental para la supervivencia”, explica Moreno. Al preso le ayudaban a imaginarse fuera, a mantener la referencia de una vida normal. “Beso la fotografía y con eso me consuelo”, le explica en una carta desde la cárcel Santiago Vera a su mujer.
El antropólogo analiza también el intercambio de fotografías de los exiliados con sus antiguos hogares. “Aquí nunca se hablaba de aquello y en el exilio no se hablaba de otra cosa”, explica Moreno. Al principio, los exiliados “se camuflaban, simulaban ser turistas frente a lugares típicos o meros inmigrantes para hacer saber a su familia que habían llegado vivos, pero no perjudicarles si el régimen intervenía la carta”. Con el tiempo, la correspondencia se fue normalizando y adoptando el formato de un diario de las ausencias. Las fotografías también muestran el dolor del regreso. Moreno pone un ejemplo: “Un hombre se retrata en la puerta, en las escaleras, en cada dependencia de su antigua casa, como si fuera un monumento familiar… y en todas las fotografías sale solo. Aquí ya no le queda nadie”.
¿Qué hace Clark Gable en un archivo franquista?
El antropólogo Jorge Moreno también ha buceado en los archivos policiales del régimen franquista porque incluían una especie del álbum fotográfico de “rojos”. En el Centro Documental de la Memoria Histórica hay una colección de algo más de 18.000 fichas. En el mismo archivo, se incluyen composiciones que muestran hasta dónde se extendía el control y la vigilancia. Así, en una misma hoja clasificatoria, aparecen retratos de políticos, actores o intelectuales que el régimen creía que apoyaban a la República, como el protagonista de
Lo que el viento se llevó,
Clark Gable.