Público/Blog Verdad justicia y reparación
Por Montse Fajardo
La situación en la que quedaron las mujeres tras la guerra es desastrosa
La represión que el franquismo ejerció sobre las mujeres es tan global como olvidada. Cientos fueron las que padecieron abusos sexistas, penas de prisión y hasta asesinatos. Miles las que vieron su vida truncada por la desaparición de su compañero, su padre o su hijo. Y el castigo se expande todavía más allá. Todas las mujeres, apoyasen o no al bando republicano, fueron víctimas de una dictadura que cercenó los derechos que tímidamente habían empezado a alcanzar durante la II República, donde por primera vez fueron tratadas como integrantes de la sociedad con pleno derecho. El golpe las empuja de nuevo al exclusivo rol de madres y esposas y se legisla sobre ellas como si fuesen menores de edad necesitadas de la permanente supervisión de un varón, padre o marido. Más allá de lo público, las limitaciones llegaron a invadir la intimidad de las parejas, imponiendo a las mujeres una sexualidad que tenía como único objetivo complacer al varón. La Sección Femenina y una Iglesia católica que recuperaba con virulencia el protagonismo en la estructura estatal que la democracia derrocada le había quitado, fueron los principales brazos exterminadores del goce y el deseo femeninos.
La represión va a afectar a varias generaciones a causa de la transmisión, consciente o inconsciente, entre madres e hijas, de lo que sería “moralmente” correcto. Pero pese a esa afectación global, las mujeres suelen ser las grandes olvidadas en el necesario ejercicio de recuperación de la memoria histórica, pues se pone el foco en los varones bajo la premisa de que fueron mayoría en el paredón, el paseo o la cárcel. Y es cierto que lo fueron, pero también que hubo mujeres asesinadas -sobre todo por colaborar con los huidos o la guerrilla-, mujeres encarceladas -no solo por su propia militancia sino también por el mero hecho de estar emparentadas con hombres perseguidos-, mujeres exiliadas, o mujeres depuradas de sus puestos de trabajo, y que a eso hay que sumar el agravante de que el fascismo español emplease contra ellas castigos especialmente sexistas como el rapado del pelo, las agresiones sexuales, el tatuaje en la piel del UHP y las cruces de la iglesia cómplice, o la ingestión obligada de aceite de ricino para que hiciesen sus necesidades en público mientras eran paseadas por los pueblos con las marcas de la ignominia en la cabeza. Se las castigaba por no adecuarse sus valores, o los de su familia, al asfixiante corsé de abnegada mujer católica que imponía el régimen. Y las que se rebelaban pasaban a ser “individuas de dudosa moral” como rezan muchas sentencias franquistas.
>La represión va a afectar a varias generaciones a causa de la transmisión, consciente o inconsciente, entre madres e hijas, de lo que sería “moralmente” correcto. Pero pese a esa afectación global, las mujeres suelen ser las grandes olvidadas en el necesario ejercicio de recuperación de la memoria histórica, pues se pone el foco en los varones bajo la premisa de que fueron mayoría en el paredón, el paseo o la cárcel. Y es cierto que lo fueron, pero también que hubo mujeres asesinadas -sobre todo por colaborar con los huidos o la guerrilla-, mujeres encarceladas -no solo por su propia militancia sino también por el mero hecho de estar emparentadas con hombres perseguidos-, mujeres exiliadas, o mujeres depuradas de sus puestos de trabajo, y que a eso hay que sumar el agravante de que el fascismo español emplease contra ellas castigos especialmente sexistas como el rapado del pelo, las agresiones sexuales, el tatuaje en la piel del UHP y las cruces de la iglesia cómplice, o la ingestión obligada de aceite de ricino para que hiciesen sus necesidades en público mientras eran paseadas por los pueblos con las marcas de la ignominia en la cabeza. Se las castigaba por no adecuarse sus valores, o los de su familia, al asfixiante corsé de abnegada mujer católica que imponía el régimen. Y las que se rebelaban pasaban a ser “individuas de dudosa moral” como reza
Individuas de dudosa moral, es el título de las jornadas que la diputación de Pontevedra celebrará el próximo sábado, 8 de abril, para arrojar luz sobre esa represión global pero escasamente estudiada que el fascismo ejerció sobre la sexualidad femenina. Con presencia de algunas de las principales expertas a nivel estatal, se abordará el tema desde una perspectiva amplia, tanto por los aspectos que toca como por el período temporal que abarca: desde los momentos iniciales del golpe, cuando se multiplicaron el rapado y otros castigos sexistas, hasta después de la muerte del dictador, que no puso fin ni al robo de bebés ni al funcionamiento del Patronato de Protección a la Mujer.
La figura del Patronato es un perfecto ejemplo de cómo el franquismo manejó el relato para disfrazar incluso de avance, el atraso y la represión. Igual que calificaba de salvador un golpe que no hizo más que frenar el progreso y separar a las mujeres de los derechos que empezaban a alcanzar, la propaganda franquista definió el castrador Patronato como institución redentora, benéfica, que alejaba a las “descarriadas” de la condena del fuego eterno, cuando en realidad era una cárcel. Nacido décadas atrás como fórmula de lucha contra la trata de blancas, fue cerrado por la República, que sustituyó el concepto de moralina y beneficencia por atención social a las mujeres prostituidas. Pero la dictadura lo retomó, calificándolo de “obra españolísima”, y otorgando su presidencia a Carmen Polo. Abría así las puertas del infierno a muchas jóvenes ingresadas por cualquier tipo de comportamiento que se alejase del corsé franquista. Policías e inspectoras “paramilitares” captadas de lo más granado de las familias franquistas, se convertían en garantes de la moralidad única, bendecida por la Santa Madre Iglesia, y controlaban playas, cines, bailes, a fin de garantizar que todo fuese decoroso: actitudes y hasta trajes de baño, sujetos a estrictas reglas. Una denuncia suya bastaba para ingresar en el patronato a la “descarriada”, más allá de que tuviesen o no el beneplácito de sus familias.
La castrante institución no fue ajena, además, a la trama del robo de bebés. Quedarse embarazada estando soltera era una de las situaciones que podían provocar el ingreso y fueron muchas las internas que denunciaron presiones de la dirección de los respectivos centros, muchos de ellos controlados por órdenes religiosas, para que diesen a sus criaturas en adopción. Intentaban convencerlas de que no había acto de mayor amor maternal que entregarlas a una familia del régimen y que así se criasen en los valores “correctos”, alejados de aquellos que la habían convertido a ella, por ejercer libremente su sexualidad, en una “individua de dudosa moral”.
Pero a la hora de abordar los castigos franquistas contra las mujeres es importante ir más allá de esa represión directa que supone el ingreso en un centro de este tipo o padecer agresiones sexistas como el rapado. Es necesario analizar, como subrayábamos al principio, esa represión que de forma mucho más sutil se introduce en el imaginario colectivo a base de inculcar a todas las jóvenes la misma idea de moralidad: aquella consonante con la Iglesia Católica, sin duda, una de las instituciones con mayor protagonismo en este proceso represivo. “Los principios de la moral cristiana han sido tantas veces proclamados por nuestro Régimen que la Autoridad puede intervenir, no ya sin oposición externa -ocioso es decirlo- sino sin extrañeza de nadie para corregir toda manifestación pública de moralidad”, decía una instrucción gubernativa franquista. El altavoz fundamental para hacerlo fue la Sección Femenina.
En las consignas del organismo liderado por Pilar Primo de Rivera, el único objetivo de la sexualidad femenina era hacer disfrutar al varón, y para eso había que satisfacer todas sus necesidades: “Cuando exija, cederás”, conminaban a las esposas, inculcando a toda una generación de mujeres exigencias castrantes y negadoras de su propio disfrute. La moralidad franquista impregnó a toda una generación y, aunque muchas se rebelaron, quedó una pátina que, sin quererlo, alcanza a la educación de posteriores generaciones. Ardua es la tarea que desde una imprescindible perspectiva feminista debemos llevar a cabo para desandar el camino.