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Publicamos en exclusiva el prólogo que el autor ha escrito para
‘
Viaje a la aldea del crimen’
, la crónica que
Ramón J. Sender
publicó de los sucesos determinantes para la Segunda República: el levantamiento anarquista de Casas Viejas (Cádiz) en 1933, y que ahora rescata Libros del Asteroide.
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La historiografía nos dice, cargada de razones, que la caída de la Segunda República tras el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y la guerra civil que perduró hasta 1939 tuvo causas de fondo seculares de nuestro país, agravadas por un contexto europeo de extrema complejidad, con el ascenso de los fascismos y la polarización política en el continente que poco después padecería la guerra más mortífera de la historia. La Iglesia, gran parte del Ejército, los terratenientes, los banqueros, los industriales, los monárquicos: la República tuvo, desde el primer momento de su proclamación en abril de 1931, enemigos demasiado poderosos para sobrevivir, o al menos para vivir sin sobresaltos.
En este escenario de frágiles equilibrios, nada ocurría sin que trascendiera. Todo era susceptible de convertirse en un arma política arrojadiza. Generalmente, contra el nuevo régimen republicano, que con tantos enemigos al acecho cometió un pecado original ominoso en Casas Viejas, una pedanía de Medina Sidonia (Cádiz) de unos 2.000 habitantes, a principios de enero de 1933, cuando durante la madrugada del 10, un grupo de anarcosindicalistas, creyendo formar parte de un levantamiento anarquista en todo el país, asaltó el cuartel de la Guardia Civil y declaró el comunismo libertario después de herir a dos guardias civiles, a uno de ellos de muerte.
Lo que llegó al pueblo pocas horas después no fueron los refuerzos de sus compañeros anarcosindicalistas de Jerez, como esperaban, sino guardias civiles y de asalto (el cuerpo que Azaña había creado por su falta de confianza en la benemérita) con órdenes terminantes de sofocar el estallido, “sin prisioneros ni heridos”, según declararían algunos de ellos. Las fuerzas de seguridad tomaron Casas Viejas y, utilizando la intimidación y la violencia, consiguieron los nombres de los habitantes con declaradas simpatías anarquistas. Ante este hecho, los rebeldes se refugiaron en la choza de Seisdedos, un carbonero de 72 años señalado como uno de los cabecillas del levantamiento.
El acoso a la casucha fue brutal. Durante el mismo murió un guardia de asalto. Por la noche, el acoso continuó con granadas, rifles y una ametralladora. Más tarde llegaría el capitán Rojas con cuarenta guardias de asalto, según su versión con la orden verbal de “abrir fuego sin piedad contra todos los que dispararan contra las tropas” que le había transmitido el director general de seguridad, Alberto Menéndez. En vista de la resistencia de los amotinados, Rojas ordenó incendiar la choza para provocar la espantada. Finalmente serían ocho los muertos en el interior de la casa en esa primera jornada de la razzia con la que Rojas quiso dar un escarmiento ejemplarizante. La masacre continuaría con el ajusticiamiento de media docena más de habitantes señalados que habían sido hechos prisioneros y llevados ante los rescoldos de la choza de
Seisdedos
. Fueron asesinados a sangre fría cuando se encontraban aprehendidos y desarmados.
El conato de rebelión anarcosindicalista y, sobre todo, su cruel aplastamiento por la Guardia de Asalto y la Guardia Civil ofrecieron la excusa idónea para que la oposición comenzara una ofensiva parlamentaria y extraparlamentaria que, a la postre, contribuiría a desprestigiar y acabar con el Gobierno republicano-socialista que presidía Manuel Azaña y a la ascensión al poder de la CEDA y otros grupos de derecha de lealtad más que dudosa hacia la República. El caso Casas Viejas es, por eso, un hecho capital en la historia española reciente. En la propia insurrección, en el sofoco de la misma y en las reacciones políticas que provocó se expusieron sangrientamente todas las patologías sociales e históricas que la joven república trataba de corregir. El hambre y la miseria en gran parte del país, sobre todo en Andalucía; el abuso y el capricho de una autoridad alejada de esa realidad miserable; la polarización extrema de los posicionamientos políticos; la insolidaridad criminal de los terratenientes. Casas Viejas era, en enero de 1933, una miniatura de España, un
aleph
donde las dinámicas perversas que conducían a nuestro país al desastre se evidenciaban con una claridad trágica.
Ramón J. Sender acude al lugar
Pocos días después de los hechos, y ante los rumores de que la fuerza pública había asesinado a varios vecinos de Casas Viejas por su supuesta participación en el levantamiento, los diarios comenzarían a prestar atención al caso y a enviar periodistas al pueblo gaditano. Debían averiguar qué había de cierto en las acusaciones que se vertían contra las autoridades de Madrid, señaladas como responsables directos, no sólo políticos, de la veintena de muertes por las supuestas órdenes transmitidas por el director general de seguridad al capitán de la Guardia de Asalto Manuel Rojas, encargado de restablecer el orden. Era un asunto políticamente explosivo.
Uno de esos enviados especiales fue Ramón J. Sender, que pese a su juventud –contaba entonces 32 años– era ya un autor de éxito. En 1930 había publicado la popular
Imán
, novela en la que describió la guerra de Marruecos, en la que participó como soldado. Poco después, en 1932, le seguirían, entre otros libros,
Orden Público
y
Siete domingos rojos
, ambos de claro contenido político y simpatías hacia el movimiento anarquista. Aunque también era conocido por sus heterogéneas colaboraciones periodísticas en diarios como
El Sol
,
Solidaridad Obrera
o
La Libertad
. Diario este último para el que escribió las crónicas sobre Casas Viejas que forman la espina dorsal de este libro.
Pese a sus orígenes en una familia acomodada de Huesca, el periodista que llegó a Casas Viejas no era un observador con simpatías hacia la autoridad. Era un republicano que había mostrado ya su desencanto con el nuevo régimen, de izquierda, con ideas anarquistas que mudaban por entonces hacia el comunismo por el pragmatismo que éstos mostraban frente al idealismo de los primeros. Tanto en su literatura como en su obra periodística había privilegiado la denuncia política y social por encima de consideraciones estéticas, aunque sin descuidar estas últimas. Casas Viejas era, por tanto, un lugar idóneo para contrastar todas sus creencias, para reafirmarse en algunas y para abjurar de otras. Y un reto literario y periodístico por la relevancia del asunto y por la maestría que se requería para contar una historia tan dramática y que las autoridades trataban de ocultar. En cualquier caso, no sólo en la vida política española habría un antes y un después de los sucesos de este pueblo gaditano; también lo habría en la vida y en el pensamiento político de Sender.
Las crónicas
La primera crónica sobre Casas Viejas en
La Libertad
aparece el 19 de enero. Le seguirían nueve más, más otras cinco que serían publicadas tras regresar de un viaje a la URSS del que salieron sus libros
Madrid-Moscú
y
Carta de Moscú sobre el amor
. La publicación de sus primeras diez crónicas, junto con las denuncias de otros periodistas, habían sumido al país en una grave crisis política. En el Congreso se debatían mociones de confianza al Gobierno, que por boca de su presidente se reafirmaba en la corrección de la actuación institucional: “En Casas Viejas no ha ocurrido sino lo que tenía que ocurrir”. Pese a ello, el parlamento aprobó una comisión de investigación sobre los sucesos y varios diputados acudieron al pueblo gaditano para recabar testimonios. Abrumado por el revuelo causado por el caso, y refiriéndose tácitamente a las crónicas de Sender, Azaña pidió no creer en “relatos más o menos realistas”. Sender aprovecharía la información recopilada por la comisión parlamentaria y el posterior juicio al capitán Rojas para retocar sus crónicas sobre el terreno, reestructurar el libro y publicar, en 1934 en la editorial Pueyo, el presente
Viaje a la aldea del crimen
.
Pero, ¿qué había contado Sender que fuera tan escandaloso? Su denuncia tenía dos vertientes. Por un lado, el retrato inicial que hizo de la miseria del campo andaluz fue demoledor, con escenas que se trasladan a diálogos y frases contundentes, que siempre encuentran el culpable no tanto en el duque de Medinaceli que mantiene 33.000 hectáreas ociosas, como en una República que en casi dos años de gobierno no ha hecho nada por remediarlo con una reforma agraria profunda. “Estos hombres están condenados, como en ninguna otra región de España, a la hurañía, al aislamiento, a una triste soledad con su miseria”. La visita causó en Sender gran impresión: “Aquí hay un hambre cetrina y rencorosa, de perro vagabundo”, “después de ver a estos hombres da vergüenza comer”.
Tras observar la realidad del hambre en Andalucía, Sender profundizó irreversiblemente su desencanto con la República: “Antes de venir a Casas Viejas me parecía absurda esa leyenda de los salteadores humanitarios. Hoy lo considero un fenómeno obligado”. El levantamiento anarquista es una necesidad. La República lo ha hecho inevitable con su inacción. Incluso, la República ha agravado el problema con la ley que prohíbe contratar jornaleros de otros pueblos. Refiriéndose a uno de ellos, Sender señala y denuncia que “la ley que impedía ir últimamente a trabajar ‘donde lo hubiera’ confinó a él y a otros muchos todo el invierno en un pueblo sin vida”. Se mueren de hambre, están humillados y, además, “saben que hay en el pueblo tres guardias y un sargento”.
Aun siendo esta denuncia implacable, la extensión de la pobreza era generalizada en España, sobre todo en la rural. Ese atraso secular fue una de las razones que más abonaron el terreno para un cambio de régimen monárquico por una república que, en el campo, se asociaba casi exclusivamente con la reforma agraria. “Monarquía o República es cosa que en el campo andaluz tiene poquísima importancia”, escribió. Lo realmente explosivo de su relato era no tanto la decepción reformista republicana como la descripción del comportamiento de los Guardias de Asalto, la Guardia Civil y autoridades a cargo de sofocar el levantamiento. La cadena de mando al completo se comportó de forma criminal. Unos al ordenar que no dejaran heridos ni prisioneros, otros al asesinar con vesania a detenidos indefensos como castigo ejemplarizante y los últimos al justificar políticamente estas actuaciones. La República, el nuevo régimen que debía traer libertades, tierra y prosperidad, ejecutaba sumariamente a los miserables jornaleros.
Un
western
andaluz
En
Viaje a la aldea del crimen
hay poca artificiosidad literaria. El estilo es directo y realista, con abundantes diálogos marcados por el intento de transcribir literalmente la forma de hablar de los habitantes. Su viaje al sur se le antoja desde el principio ingrato y duro: “Avanzamos hacia Andalucía. Vamos al Sur. En los viajes deprime un poco la ruta hacia el Sur. Estimula y alienta, en cambio, el camino al Norte”. No obstante esta falta de artificios, Sender comienza con un juego literario espacio-temporal que le
permite
presenciar los hechos. Su vuelo desde Madrid hasta Sevilla es tan veloz que consigue
ganar
cuatro días, hasta el 10 de enero, y convertirse en observador, más que en un periodista que reconstruye los hechos con estilo gacetillero. Es, por eso, un libro que puede enmarcarse en lo que décadas después se conocería como Nuevo Periodismo, y que en España practicaron ya en los años 30 del pasado siglo el propio Sender, Gaziel o Manuel Chaves Nogales de forma magistral.
Sender llegó a Casas Viejas como un forastero a un pueblo del
F
ar West
atizado por la miseria, el silencio y el miedo. Por una atmósfera viciada cuyos males irá descubriendo en párrafos marcados por opiniones contundentes, datos históricos y descripciones antropológicas que muestran una tierra hambrienta y abandonada, donde hay arquetipos que juegan papeles contrarios frente a un orden social y legal que trata de imponerse. El villano, que en este caso es el etéreo duque de Medinaceli con sus tierras improductivas, además de las fuerzas de orden público; las víctimas, sin duda los jornaleros hambrientos; el héroe que se sacrifica por la comunidad, el carbonero Seisdedos. Sender transmite en su relato tensión contenida, falsa calma, como en un bar del Oeste cuando entraba un bravucón pistolero a pedir un whisky con la mano cerca de la funda del revólver. Intuimos que habrá muchos tiros. “Lo peor está en los factores de orden psicológico, que son creados por esa situación y que determinan un estado constante de alarma”, escribe. “Su silencio era historia viva”.
Y hubo tiros. Los disparos para asaltar el cuartel de la Guardia Civil fueron los primeros, y luego le seguirán, tras diálogos angustiados entre los insurgentes y algunos pobladores, los de la choza de
Seisdedos
. Reina la confusión. ¿Está cortada la línea telefónica? ¿Vienen los refuerzos de la comarcal anarconsindicalista de Jerez? La defensa épica de la choza culmina en masacre. “Los campesinos que habían soñado durante cuarenta y ocho horas con la posesión de la tierra salían de lo hondo de sus chozas con un olor de sangre”. El orden se ha restablecido, al menos momentáneamente. No tardarían en llegar a Madrid los rumores primero y las denuncias públicas después sobre el salvaje comportamiento de las fuerzas de orden público en Casas Viejas. En Andalucía, “las autoridades republicanas burguesas están al servicio de los viejos señores y son sus fieles esclavos”, escribe.
Los últimos capítulos contienen más opiniones indignadas y muestran claramente el posicionamiento político de Sender. Su denuncia sin paliativos de la situación del campo andaluz, las simpatías hacia los rebeldes y sus duras críticas al gobierno republicano-socialista le sitúan ya, en 1933 y 1934, en un descreimiento sin vuelta atrás que fue generalizado en grandes sectores de la izquierda española, grupos que, en 1931, habían recibido con euforia el nuevo régimen republicano. Además, la dureza de la experiencia gaditana contribuye a acentuar la cercanía de Sender con los pragmáticos comunistas.
Influencia en la historiografía
El interés de
Viaje a la aldea del crimen
es, por tanto, diverso. Como pieza periodística debe figurar en lugar prominente como una interesante muestra de periodismo narrativo español. Independientemente de lo equivocado de algunos datos (
Seisdedos
nunca fue tan determinante), o lo injustas que, al calor de hechos o documentos que se han conocido con el paso de los años, puedan resultar sus críticas al Gobierno republicano, este libro tuvo, como hemos comentado, una trascendencia política inaudita. Relevancia que se extendió a la historiografía, que dio por válidos los puntos de vista de Sender. La derecha franquista estaba encantada con refrendar un relato que era un particular
J´Accuse
contra el demonizado Azaña y el régimen republicano. Figuras como Federica Montseny, hispanistas como Gerald Brenan o Gabriel Jackson, o historiadores como Eric Hobsbawn, también avalaron estas tesis. Una versión que sólo al morir Franco y comenzar un paulatino rescate del pensamiento y la obra del proscrito Azaña pudo ser rebatido.
Especialmente relevante fue la aparición de sus
Cuadernos robados
, sus diarios de 1932 y 1933. En ellos queda claro que Azaña no ordenó matar, ni conocía los asesinatos cuando compareció en el parlamento para defender la actuación de las fuerzas de orden público. Dada la trascendencia de los sucesos de Casas Viejas en la construcción del relato golpista, estas páginas debían permanecer ocultas, y de ello bien se encargó el nuevo régimen y posteriormente, tras la muerte de Franco, la familia del dictador. El autor de
Crónicas del alba
murió en San Diego, Estados Unidos, en 1982, quince años antes de que se produjera la edición de estos diarios.
Sender tuvo razón en su denuncia de los hechos, pero se equivocó al señalar a los responsables, con unas consecuencias políticas insospechadas. El autor había escrito, además de un primoroso reportaje, una exitosa carta de defunción de una Segunda República que debía lidiar, además de con sus detractores de primera hora, con los más recientes desencantados.