Fuente : EL PAIS
No es mi deseo idealizar lo que nuestros anarquistas fueron en aquellos años convulsos. En sus organizaciones -no conviene confundir a la CNT con un movimiento libertario mucho más amplio- se reveló a menudo una notable distancia entre un puñado de dirigentes y una base más bien dócil y pasiva, se hicieron valer agudas divisiones y eventuales ínfulas autoritarias, se manifestó por doquier un insurreccionalismo poco meditado y ganó peso con frecuencia indeseada una mitología revolucionaria sin mayor sustento. Pero éste es el momento de subrayar que, aun con esas y otras rémoras, nuestros libertarios exhibieron virtudes nada desdeñables, tanto más si se contemplan desde la atalaya de hoy.
Con medios irrisorios, mostraron una admirable capacidad de movilización y, aun con las carencias que queramos, dieron rienda suelta a una vigorosa apuesta por la democracia de base, plasmada, por ejemplo, en hondas disputas internas que protagonizaron grupos de afinidad y sindicatos. Aprestaron, en fin, organizaciones de masas sin contar apenas para ello con liberados y sin disfrutar de los recursos dispensados por el Estado, conforme a un modelo del que bueno sería tomasen nota muchas de las hiperburocratizadas instancias de nuestros días.
Anarquistas y anarcosindicalistas acometieron, por otra parte, un formidable esfuerzo alfabetizador y culturizador, plasmado en un sinfín de revistas, libros y enciclopedias, de ateneos libertarios y de escuelas.
En un magma que a duras penas casaba con las pulsiones primitivistas y retardatarias que tantos gustan de identificar, y aun a merced de la dominante vocación obrerista, abrieron debates cuya actualidad, tres cuartos de siglo después, no ha mermado. Llevados del designio de crear un mundo nuevo sin aguardar a la toma del palacio de invierno, y desdeñosos del poder y sus oropeles, no dudaron en hacer frente a las gentes de orden -entre ellas, por cierto, muchos republicanos- y sus privilegios, lo que acarreó comúnmente una durísima represión. Ésta se convirtió a la postre en una escuela impagable que dio sus frutos, en julio de 1936, en la forma de una respuesta contundente ante el alzamiento militar y, después, se diga lo que se diga, en la de un compromiso consistente con la tarea de ganar la guerra, desplegado al tiempo que un experimento revolucionario, el de las colectivizaciones, revelaba una inequívoca conciencia sobre la distancia entre la socialización de la propiedad y su mera estatalización. Anarquistas y anarcosindicalistas padecieron también, en suma, la represión franquista de la posguerra.
Pero al cabo no es todo eso lo importante. Cuando procuramos rescatar la memoria de lo ocurrido, con unos y otros, en el decenio de 1930 inequívocamente lo hacemos para invocar el vigor contemporáneo -la actualidad y la respetabilidad- de muchas de las ideas que entonces se defendieron. Aunque el buen juicio invita a subrayar las notables diferencias que existen entre lo que los libertarios fueron por aquel entonces y lo que hoy son tantas iniciativas que han visto la luz en sociedades muy alejadas en el tiempo y en el espacio, no faltan las líneas de continuidad. Si es verdad que los movimientos libertarios son ahora débiles entre nosotros -y ello pese al rebrote, al que habrá que prestar atención, de un anarcosindicalismo estimulado por el entreguismo y la burocratización de los sindicatos al uso-, no lo es menos que las ideas anarquizantes tienen un ascendiente creciente que en una de las lecturas posibles no es ajeno al hecho de que aquéllas salieron indemnes de la quiebra de unos sistemas, los de tipo soviético, con los que de siempre habían guardado las distancias.
Testimonio de lo anterior lo ha sido la influencia del pensamiento libertario en el discurso y en la conducta de lo que dimos en llamar nuevos movimientos sociales, y entre ellos el pacifismo, el feminismo y el ecologismo. La huella de aquél se aprecia también, con todo, en una plétora de iniciativas que, tras reclamarse de la autogestión, la descentralización y la desjerarquización, repudian una sociedad asentada en la competición descarnada, en agresivas operaciones contra el medio natural y en la absurda identificación entre consumo y bienestar. Pero, más cerca aún en el tiempo, el ascendiente que nos ocupa se palpa en unos movimientos antiglobalización que han crecido en un escenario planetario marcado por la explotación, la represión y las exclusiones. Importa subrayar que la vena libertaria no se deriva en este caso de una lectura ideológica de los clásicos del anarquismo acometida por los activistas, sino, antes bien, de una certificación vivencial de cuáles son los problemas que la jerarquía, los liberados y las separaciones generan en organizaciones que dicen ser emancipadoras.
Al amparo de muchas de las manifestaciones de esos movimientos -que de nuevo, en el Norte como en el Sur, desdeñan todo lo que huela a toma del poder-, han renacido, por añadidura, la dimensión solidaria del apoyo mutuo y la apuesta por el trabajo voluntario, muy lejos de los espasmos individualistas con los que con abusiva frecuencia se ha identificado al anarquismo contemporáneo. El relativo, e inevitable, abandono del obrerismo a ultranza del pasado en modo alguno debe identificarse con un hedonismo claudicante.
Hace unos meses, EL PAÍS reprodujo la necrológica con la que el New York Times glosó la figura de Paul Avrich, el profesor estadounidense que nos acercó al anarquismo ruso del primer tercio del siglo XX. El autor anónimo de ese breve texto tuvo a bien subrayar que Avrich disentía “de la extendida imagen del anarquista como alguien violento y amoral”. No es ésa la imagen que albergamos quienes, y creo somos muchos, nos sentimos orgullosamente obligados a mostrar nuestro respeto y nuestra admiración por los libertarios de antaño. Bien que nos gustaría estar a su altura.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.