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Cárcel de Ranilla. De talego a chiringuito
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Se ha derribado la cárcel de Sevilla, depósito de una parte bien negra de nuestra historia para convertirla en un almacén

De unos años a esta parte, el paisaje se ha convertido en algo que puede ser cualquier cosa menos cotidiano, por lo menos en Sevilla. Contraviniendo a su propia esencia, nada hay más cambiante en estos tiempos. Ya que por generación espontánea resulta complicado que lo haga, el hombre (ya sabemos de quién se trata) se ha empeñado en transformarlo él. Fruto de ese empeño, proliferan los accidentes en nuestra castigada geografía urbana. Lo último ha sido el derribo de la cárcel Sevilla-1 ; depósito de una parte bien negra de nuestra historia, ha sido mutilada para convertirla en almacén de pasos y paniaguados.


Las armas de Pavón el derribista lucen sobre la antigua tapia de la cárcel de Ranilla, su último trofeo de caza, cobrado en el proceso de autodestrucción de la memoria emprendido por la ciudad. Habrá de llegar el día en que ese pico y esa pala cruzados sobre campo de escombros formen parte de los más funestos vestigios de nuestro pasado. De algún modo serán entonces nuestra particular cruz gamada, el símbolo del genocidio patrimonial que unos políticos ineptos y un pueblo adocenado, tan culpables y analfabetos los unos como los otros, cometió con Sevilla a lo largo de diversas fases del siglo XX y, por lo visto, también del siglo XXI.

La gente, erróneamente, piensa que el patrimonio arquitectónico son los palacios, las iglesias, algunas casas, los parques, los monumentos… pero eso no es exactamente así. También una cárcel puede y debe, en según qué circunstancias, ser un elemento arquitectónico a preservar. El patrimonio histórico lo conforma todo aquello que representa un vestigio del pasado, las cosas que nos informan de forma fidedigna sobre cómo ocurrieron los hechos, pues no en vano fueron testigos directos de ellos e inclu so, como es el caso que nos ocupa, su escenario. Ahí están los ejemplos paradig máticos de los campos de concentración nazis que aún siguen en pie para que no se borre de la memoria colectiva el horror del holocausto o la propia y truculenta cárcel de Alcatraz.

Por estas razones se antoja tan grave como el derribo de una casa del siglo XVII la demolición de la prisión Sevilla 1, la antigua cárcel de Ranilla, que prácti camente ya ha sido consumada ante el silencio y la indiferencia habitual del pueblo sevillano.

La excepción a este silencio ha sido el sindicato CGT y, en concreto, Cecilio Gordillo, quien había emprendido una ingenua cruzada para intentar evitar el derribo, considerando, no sin razón, que ’nos gusten o no, las cárceles forman parte de las ciudades, de sus ciudadanos y por lo tanto, de lo mejor o peor de su His toria’. Sin embargo, todo ha acontecido de acuerdo a lo previsto : el edificio ha sido amputado, derribándolo entero salvo la zona de administración que será destinada a acoger un despacho para el coor dinador de la ’memoria histórica’ y almacenes para hermandades sin muchos recursos. Cuestiones ambas, como colegirán, prioritarias para la ciudadanía.

La historia de la cárcel de Ranilla tiene su origen más remoto en el planeamien to urbanístico que el arquitecto Aníbal González realizó en 1911 de los terrenos propiedad de los marqueses del Nervión, contemplando la ubicación del Matadero Municipal y de la Cárcel Provincial en dos de sus extremos. El edificio de la prisión fue erigido en plena Segunda República, 1933, como sustituto de la antigua e infecta cárcel del Pópulo, ubicada en el barrio del Arenal. A lo largo de sus setenta y cinco años de existencia, la cárcel de Ranilla vio pasar por sus galerías la historia de este país. La guerra civil la llenó de presos políticos, de represaliados que esperaron la muerte en sus celdas ; uno de ellos, Antonio Perea Sánchez, modeló tras los barrotes la imagen de Jesús Despojado. En recuerdo y homenaje a todos ellos, la CGT y los vecinos del barrio, que muchos lo son por haber sido familiares de presos, solicitaron el indulto para la tercera galería de la cárcel, pero no ha habido clemencia.

Mas no sólo fueron los presos políticos, también, y sobre todo, los desgraciados, ésos que el común llama la escoria, quienes habitaron la putrefacta y oscura clausura de una cárcel que un amanecer del año que Rodríguez Buzón dio su recordado pregón de Semana Santa vio morir ajusticiados a Francisco Castro Bueno, el Tarta, y sus otros dos compinches del no menos recordado, y nunca del todo aclarado, crimen de las estanqueras.

Desde las jaulas de Ranilla los presos vieron desbordarse el Tamarguillo un día de noviembre de 1961 y, treinta años después, una bomba de la ETA hizo temblar los muros de la cárcel, segando la vida de cuatro personas de las que ya casi nadie se acuerda.

« Ahora -sigue Cecilio Gordillo-, siendo irreversible, se oirán gritos, lamentos e incluso halagos al edificio, pero muchos recordaremos los silencios clamorosos que aquellos que institucionalmente tienen su razón de ser en la conservación de la ciudad y su historia han venido manteniendo desde que comenzamos a reivindicar su permanencia ante la piqueta ». Nada más ni mejor se puede añadir.

El Mundo/ Sevilla / 11.02.2008/ JUAN MIGUEL VEGA

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