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La extraña muerte de Agustín Rueda
- Una historia que comenzó en Carabanchel y que ha concluido en Herrera de la Mancha
La noche en que Agustín Rueda murió en la cárcel madrileña de Carabanchel se habían vivido horas de gran tensión. Un chivatazo había hecho que los funcionarios descubrieran la existencia de un túnel de cuarenta metros por el que pensaban fugarse algunos presos. El jefe de servicios necesitaba saber quiénes habían sido los promotores y quiénes habían estando maquinando en sus cabezas la idea de burlar la vigilancia y escaparse al primer momento de descuido. Así ordenó a varios funcionarios que se interrogase a algunos presos, a esos mismos que durante los últimos días se les había visto moverse con cierto nerviosismo, a esos que normalmente oponían mayor resistencia para acatar el reglamento penitenciario
de toda la vida
y que incluso a alguno de ellos se le había sorprendido a veces exponiendo extravagantes ideas: que si había que cambiar las condiciones de la prisión, que si las cárceles, tal y como funcionan, no sirven para regenerar a las personas, sino para embrutecerlas; que si no sé qué sobre una tal COPEL, y cosas por el estilo, entre ellas, insistentemente, que había que salir de allí como fuese y vivir en libertad.Eran las dos de la tarde del día 13 cuando cuatro funcionarios sacaron de la celda a Alfredo Casal, un preso de veintidós años que cumplía condena por un atraco de 5.000 pesetas, para conducirle ante el despacho del jefe. Allí, Alfredo estuvo repitiendo una y otra vez que «del túnel ese yo no sé nada», hasta que el jefe les hizo un gesto a los funcionarios mientras pronunciaba la palabra
abajo.
Abajo significaba someterse al interrogatorio
en serio,
de esa manera con la que es difícil seguir negando algo, lo que sea, durante mucho tiempo. Alfredo recuerda que fue conducido a la rotonda, conocida en el
argot
carcelario como la «perra chica», y situada en la parte inferior del penal. Nada más llegar, dice que comenzó a sentir escalofríos. «Era puro miedo», asegura. Y es que lo que vio no le podía dejar mucho margen de dudas sobre lo que le aguardaba: en la habitación había diez funcionarios, a los que luego identificó en sucesivas rondas de reconocimiento ante el juez, que estaban «descamisados, con las porras de goma encima de la mesa y en clara disposición de comenzar el interrogatorio».
Interrogatorios en la “perra chica”
No más de doce minutos estuvo Alfredo en la «perra chica»; salió de allí con «claras huellas longitudinales y en forma transversal, de las, al parecer, marcas dejadas sobre su tórax por las llamadas defensas de goma empleadas contra el declarante; intenso hematoma en región superior nasal y cuencas orbitales, y huellas congestivas en ambas manos». Alfredo reconoce que, dentro de lo que cabe, tuvo mucha suerte. Otros compañeros suyos salieron peor librados del interrogatorio: a Jorge González se le apreció «contusión en el hombro derecho, con probable fractura, pequeños y múltiples hematomas, como los que pueden producirse golpeando con los nudillos»; a José Luis de la Vega, «múltiples y pequeños hematomas, vergajazos múltiples y amplia contusión en la parte baja del hemotórax izquierdo»; a Juan Antonio Gómez Tovar, fractura de costilla; a Miguel Angel Melero, «extenso hematoma en muslos y nalgas, amoratados, congestionados y esquimóticos ambos hombros»; a Felipe Romero, «contusiones erosivas, hematomas y contusión en órbita derecha, con hemorragia conjuntival», y finalmente, a Pedro García Peña, «contusión en hombro izquierdo y base de región esternal».
Pero Alfreso insiste en que tuvo suerte, no porque las palizas fuesen menores, eso no -dice que él puede asegurarlo-, pero sí que fueron relativamente breves. A los doce minutos de su comienzo, el jefe entró en la sala y ordenó a los funcionarios que parasen. «Dejad a éste, ya tenemos todos los detalles que nos interesan sobre quiénes han abierto el túnel.» Y en cuanto dijo esto se marcharon todos.
Agustín Rueda estaba barriendo el patio cuando fueron a buscarle. Parece ser que le condujeron también a la «perra chica», pero no es posible conocer los detalles exactos de su interrogatorio, ya que, obviamente, él no pudo ir a declarar ante el juez, y después de las palizas, cuando se reunió con algunos compañeros, nada relató de lo que le había pasado. Sólo repetía una y otra vez que se encontraba muy mal y que le parecía que iba a morirse. Su agonía, de más de seis horas, fue presenciada en parte por Alfredo Casal, porque cuando dejó la «perra chica» fue trasladado a las celdas destinadas a los condenados a muerte («No se trataba de ninguna ironía, es que estas celdas eran precisamente las más aisladas y estaban vacías») y allí encontró, acostado sobre la colchoneta y retorciéndose, a su compañero Agustín, y a pocos metros, pero éste en mejor estado físico, a Miguel Angel Melero.
“No sentía las agujas”
«Agustín estaba como postrado», recuerda Alfredo. «Decía que avisáramos al médico, porque estaba muy mal y él pensaba que se iba a morir. Al poco rato llegó el doctor, le estuvo mirando e incluso le clavó unas agujas en las piernas, y Agustín no se quejaba, no decía nada, porque es que no las sentía, ¿no? A mí, si me clavan agujas en las piernas, me pongo a chillar, y él ni se movió, así es que era porque no se enteraba.»
El doctor, según el testimonio de Alfredo Casal, pareció no darle mucha importancia al estado de Agustín. No ordenó que le trasladasen a la enfermería. Por lo que cuenta Alfredo, se limitó a decirle que si se sentía tan mal era porque «había cogido humedad mientras había estado excavando el túnel». Agustín le pidió primero al médico, a los funcionarios, que le ayudasen para ir al retrete, porque él se sentía incapaz de andar. Tampoco le hicieron caso y se hizo sus necesidades encima, sin apenas moverse de la colchoneta.
Cuando llegó la hora de la cena, Alfredo subió a por la comida de los tres, ya que era él quien mejor se encontraba físicamente. Esa noche había para cenar sopa, un segundo que no recuerda y una naranja de postre. Miguel Angel tomó la mitad de la sopa y todo el postre, mientras que Agustín no probó nada, sólo tomó naranja y media y repetía que tenía mucha sed. Alrededor de las diez y media, cuatro funcionarios de la enfermería se llevaron a Agustín en la misma colchoneta en que estaba tendido, «estaba ya inconsciente, con un movimiento raro y alarmante en los ojos y no nos dijo nada cuando se marchó, yo creo que es que ya ni nos veía ».
Los siete presos que relatan haber sufrido malos tratos ese día creen que a Agustín le pegaron en la rotonda de la perra chica, aunque ninguno lo vio. Pero aseguran deducirlo, porque, dicen, esa habitación produce mucho eco y ellos estuvieron un buen rato oyendo los gritos de su compañero y el sonido seco de los golpes. Alguno testimonió que había visto tirar unos cubos de agua sobre la persona que se hallaba dentro y de la que reconocían la voz de Agustín, «seguramente para reanimarle». Después vieron muy cerca de esa rotonda unas zapatillas y un pantalón de pana marrón, sucio, de alguien que no pudo quitarse la prenda y se hizo sus necesidades encima.
Estos fueron los datos que entre todos aportan sobre su compañero. En la enfermería nadie le vio, y alrededor de las siete de la mañana del día 14 se empezó a correr la voz de que estaba muerto.
Varias horas después, sobre las 11.30 horas del día 14, se recibió una llamada telefónica en el juzgado de guardia de Madrid. El director de la cárcel, Eduardo Cantos, anunciaba que «en el Hospital Penitenciario se encuentra el cadáver del recluso Angel Rueda Sierra». La pregunta inmediata del juez fue si la muerte había sido natural o violenta, a lo que el señor Cantos respondió: «No lo sé. Ahora voy a averiguarlo y les volveré a llamar.» Esta nueva llamada se realizó media hora después: «El cadáver ese de que les hablaba tiene algunos síntomas de lesiones en la cabeza y el cuerpo, pero no puedo precisarles ni el origen ni la importancia de esas lesiones.»
“Se cayó por las escaleras”
Inmediatamente, el juez de guardia, Luis Lerga; el secretario del juzgado, el fiscal y el médico forense se trasladaron al hospital de Carabanchel. Allí yacía, sobre una mesa, el cuerpo sin vida de Agustín Rueda, vestido con unos pantalones de pijama de color verde. Las lesiones de que hablaba el director de la prisión le parecieron al médico forense «hematomas y heridas producidas con vergajazos u otros objetos contundentes, unas seis o siete horas antes de fallecer». El juez quiso saber entonces el origen de las lesiones y ésta fue la respuesta: «A nosotros nos parece que estas lesiones las sufrió ayer por la mañana, cuando le estábamos trasladando a las celdas de aislamiento. Se cayó por las escaleras, ¿sabe?, y cuando fuimos a levantarle nos amenazó con un cuchillo, en actitud muy agresiva, así es que tuvimos que reducirlo con nuestras defensas de goma reglamentarias.»
La autopsia, realizada al día siguiente, comenzaba: «El cadáver pertenece a un varón de unos veinticinco años de edad, de hábito atlético, bien constituido, nutrido y fuertemente musculado.» En el estómago encontraron los restos líquidos de la naranja que le subiera Alfredo. Entre las conclusiones finales se decía:
1. Se trata de una muerte violenta, producida por un
shock
traumático.
2. Ha sido consecuencia de un apaleamiento generalizado, prolongado, intenso y «técnico».
3. No ha habido asistencia correcta desde el momento de las lesiones hasta la muerte.
Diez funcionarios, a prisión
Nada más tomar declaración a los responsables de la prisión, a los funcionarios, y a los otros siete reclusos lesionados, el juez decretó libertad bajo fianza de 200.000 pesetas para el director, Eduardo Cantos, igual tratamiento, pero con una fianza de 300.000 pesetas en fecha 5 de mayo, para los médicos Barrigow y Casas, acusados del delito de imprudencia temeraria, y prisión incondicional sin fianza para el subdirector, Antonio Rubio, el jefe de servicios, Luis Lirón de Robles, y los funcionarios Julián Marcos Mínguez, Hermenegildo Pérez, Nemesio López, Alberto de Lara, José Luis Rufo, José Javier Flores, José Luis Esteban y Alfredo Luis Mallo, ya que, según consta en el auto, «actuando provistos de porras de goma interfirieron al recluso Agustín Rueda lesiones en la mayor parte del cuerpo, a lo largo del interrogatorio, que determinaron su fallecimiento».
Los citados funcionarios permanecieron casi un año en la cárcel de Segovia, de la que salieron en libertad bajo fianza al cabo de ese tiempo. El jefe de servicio, Luis Lirón, falleció en el mes de marzo del pasado año, a causa de un infarto de miocardio.
En cuanto a los siete reclusos que resultaron heridos la misma noche en que murió Agustín, fueron trasladados a las prisiones de Ocaña, Burgos, Málaga y Puerto de Santa María. Dos de ellos, Alfredo Casal Ortega y Pedro García Peña, fueron trasladados a su vez en el mes de agosto pasado al penal de máxima seguridad de Herrera de la mancha, en Ciudad Real. Hasta ese momento, ambos reclusos habían acudido a las sucesivas citaciones del juez instructor para declarar acerca de los malos tratos presuntamente realizados la noche del suceso. Identificaron en diversas rondas de reconocimiento a los funcionarios que creían recordar como autores de los hechos y se ratificaron en sus declaraciones varias veces. En cada declaración iban añadiendo más detalles según iban rememorando la reconstrucción de la historia.
“Quiero ser bueno”
Sin embargo, a las pocas semanas de su Ingreso en Herrera ocurrió un hecho sorprendente. En una de sus visitas a Herrera de la Mancha, el letrado Gühl Navarro se encontró con un Alfredo Casal cliente suyo desde varios años antes, «completamente distinto al que yo conocía. incluso en los rasgos físicos. Del joven animoso que yo recordaba, cuenta el abogado, me encontraba sentado frente a un ser desmoralizado, que no contestaba a mis preguntas sobre si tenía miedo y de por qué me hablaba siempre con evasivas. Había dos funcionarios próximos al locutorio y cuando Alfredo observó que éstos ya no miraban me hizo un gesto con la mano, moviéndola como cuando alguien quiere expresar las palizas. Yo le pregunté si quería presentar denuncia, pero él se negó. “Ni pensarlo”, contestó secamente.»
En una entrevista posterior de Gühl Navarro a Herrera, Alfredo pidió a su abogado que redactase allí mismo un escrito de retirada de las denuncias contra los funcionarios de Carabanchel. «Quiero ser bueno y no quiero tener más problemas», fueron las palabras textuales de Alfredo. El escrito que quería firmar «para no tener más problemas» decía así: «Es mi voluntad retirar la denuncia contra los funcionarios de prisiones implicados y procesados en el sumario 21/78 (el de Agustín Rueda) del Juzgado de Instrucción número 2 de Madrid. Mediante este escrito me aparto formalmente de mi acusación en dicho sumario», finalizaba.
Era el día 21 de noviembre del pasado año. Por estas fechas se recibieron en este mismo juzgado otros dos escritos. Uno, del abogado Gühl Navarro trasmitiéndole al juez sus «serias dudas sobre la libertad de decisión en que Alfredo Casal ha optado por retirarse de una acusación sobre la que nunca había mostrado el menor indicio de vacilación». y otro de Fernando Casal Moreno. padre de Alfredo, en el que comunicaba su deseo de que su hijo fuese sometido a examen médico y psiquiátrico porque «a lo largo de mis visitas he observado en él síntomas de palidez excesiva y una cierta pobreza de espíritu que parece estar motivada por miedo y terror».
Unos meses antes, el 13 de agosto, Pedro García Peña había acompañado un escrito de renuncia similar, con unas connotaciones espectaculares: «Si yo presté declaración de que Agustín Rueda había muerto a consecuencia de las palizas que le dieron los funcionarios, ahora digo que no, que los malos tratos no fueron suficientes para quitarle la vida. y que cuando Agustín fue trasladado rápidamente a la enfermería, cualquier preso podía entrar en ella y actuar impunemente y ser uno de los reclusos el autor de su muerte.» En esta misma declaración de Pedro se añadía que ese recluso que pudo matar a Agustín Rueda lo hizo por intereses relacionados con la organización COPEL, «a la que interesaba que los funcionarios cargaran con la culpa de esa muerte».
“Intranquilidad de conciencia”
Sin embargo, como en pura lógica no acababa de entenderse el que Pedro García se ratificara en varias declaraciones aportando todo lujo de detalles sobre los sucesos de aquella noche y que de repente alegase que todo era falso, incluyó un tercer punto aclaratorio en su renuncia: «Si yo he declarado en contra de los funcionarios», finaliza, «es porque he estado coaccionado y amenazado de muerte por la COPEL, y temía sus amenazas. Pero ahora, aquí en Herrera de la Mancha, he sentido una intranquilidad de conciencia que me hace declarar la verdad para que no paguen por un delito personas que no lo cometieron».
Las renuncias de Alfredo y de Pedro no acabaron de convencer al juez. Así, el 10 de enero pasado les mandó trasladarse a Madrid para tomarles declaración. Al principio, Pedro García Peña se mostró esquivo y hasta irónico en sus respuestas al juez. Ante la insistencia de su señoría sobre si eran ciertas las declaraciones que había firmado en su escrito de renuncia, Pedro contestó: «Si yo he hecho cuatro declaraciones en un sentido y ahora escribo otra diciendo todo lo contrario, al poco tiempo de ingresar en Herrera, saque usted sus propias conclusiones, señor juez.» «Bueno, pero ¿son ciertas o no?, quiero que tú me lo digas», insistía el magistrado Luis Lerga. «Sí, claro», respondía Pedro, usted quiere que yo se lo diga, pero después el que vuelve a Herrera soy yo…»
Finalmente, Pedro se animó a declarar y de sus afirmaciones puede destacarse: «Fue un grupo de funcionarios de los que no quiero dar el nombre por temor a represalias, los que, bajo amenazas, me hicieron escribir la renuncia en la biblioteca de la cárcel. Y lo hice porque me convenía y si quieren que lo haga otra vez, lo haré por temor a los malos tratos.»
Sin embargo, Pedro declaró en su testimonio judicial que fueron ciertas todas las declaraciones efectuadas durante el procedimiento y, por tanto, falso lo que decía en la renuncia. Esto mismo declararía Alfredo Casal, aunque Alfredo fue más explícito a la hora de reseñar los motivos por los que retiró las acusaciones. Su relato
c
omienza el mismo día en que ingresó en Herrera, el 3 de agosto. «Allí fui golpeado por varios funcionarios.» Junto con los nombres de pila de los funcionarios, añadió todo tipo de detalles sobre su físico, lugares donde trabajaban y todas aquellas cosas que pudieran ayudar al juez para identificarles. «En esta primera paliza perdí el conocimiento y cuando lo recobré estaba ya en mi celda, donde permanecí aislado durante 42 días.»
«Mastique y trague»
Esa misma noche, sobre las doce y media, varios funcionarios le condujeron ante el jefe de servicios, «que estaba sentado detrás de una mesa metálica que hay en el
hall
de la galería de aislamiento». Encima de la mesa, Alfredo reconoció su carpeta, un portafólios negro en el que había estado guardando recortes y escritos de todas sus declaraciones en el sumario de Agustín Rueda. Y recuerda que, después de unos golpes de bienvenida, le invitaron a sentarse. «Bueno, bueno, hombre, siéntese y tenga un cigarro», le dijeron. «No fumo, gracias», contestó él. «Vamos a leer juntos estos papeles que tiene aquí y al final ya veremos que pasa si no me convence lo que usted escribe.» Alfredo recuerda que comenzó a leerlos en silencio, uno por uno, que mientras lo hacía no pronunciaba palabra y que sólo de vez en cuando levantaba la vista del papel y le miraba a él muy fijamente. Cuando terminó, le dijo: «Empiece a comérselos. Mastique y trague.» «Yo no me como nada», contestó. «Que no, ¿eh? … »
Cuenta Alfredo que ante la contundencia de los golpes, hizo de tripas corazón y partiendo los papeles en trozos muy pequeñitos comenzó a masticar y tragar. Así, dice, hasta doce folios. «Me daban unas náuseas tremendas, se me revolvía el estómago porque además, ¿sabes?, los folios eran más bien gruesos. Si yo hubiese sabido esto, los habría comprado más finitos, de esos transparentes, pero, en fin … » Ahora puede contarlo con cierta dosis de humor, porque ya lo ha
digerido
y se encuentra en Carabanchel, provisionalmente, con motivo de su venida a Madrid para declarar ante el juez. Tres horas dice que duró la ingestión de documentos y que para tragarlos mejor bebía constantemente de un botijo que le trajeron los propios funcionarios. Tardó varios días en poder volver a comer con normalidad los alimentos usuales, y al poco tiempo se retractó por escrito de todo lo denunciado anteriormente, «y puedo asegurar», añade, «que hubiera escrito todo lo que me hubiesen pedido».
Después de tragarse Alfredo sus propias denuncias, un funcionario le explicó que él era amigo personal de algunos de los funcionarios que «por su culpa» habían sido encarcelados en Segovia y que, como buen compañero, haría lo posible por defenderles. Dicho esto, nuevamente ofreció un cigarrillo a Alfredo, y en este punto termina la declaración.
Ahora, el sumario 21/78 correspondiente al caso Agustín Rueda, cuyo contenido ha sido realizado con «extraordinaria escrupulosidad», según palabras del juez Luis Lerga, acaba de ser concluido y remitido a la Audiencia Nacional. Hasta que se fije la fecha del juicio, que en medios próximos al juzgado instructor se temía se prolongase aún más de un año, los procesados continuarán en libertad y los dos presos, Alfredo Casal y Pedro García, cuyo testimonio ha sido decisivo para la investigación de los hechos, esperarán con los dedos cruzados para que, cuando llegue el miércoles, día en que se efectúan los traslados en las prisiones, no les devuelvan de Carabanchel a Herrera.
Otro artículo que recuerda al compañero es el escrito por Manuel Blanco Chivite: