A la misma hora en que 498 religiosos asesinados durante la sublevación militar de Franco eran solemnemente beatificados en el Estado del Vaticano, un puñado de zaragozanos se reunía el pasado domingo en el cementerio de Torrero, en un acto más de las jornadas “Evasiones : Senderos de Libertad” en las que se ha estado recuperando la figura del anarquista zaragozano y Presidente del Consejo de Aragón en 1936-37, Joaquín Ascaso.
En realidad, esos zaragozanos eran millones : todos los que aún no han tenido la oportunidad de enterrar dignamente a sus seres queridos, considerados criminales y tratados con lacerante injusticia por quienes perpetraron un golpe de Estado contra la España democrática y legítimamente instituida. Millones son los que llevan sesenta años contemplando que los nombres de otra gente, adicta al régimen franquista, penden en los muros de las iglesias y en otros monumentos de su país como héroes gloriosos. Millones son los que reivindican que se reconozca plenamente a los suyos lo que pretendieron arrebatarles en el paredón, en la cárcel, en el exilio o en la exclusión social. Toda esa gente no quiere venganzas ni revanchismos, pero sí justicia e igualdad plenas para sus familiares y compañeros.
Se pregunta mucha gente también por qué ahora reivindican los católicos la memoria y la subida a los altares de unos religiosos asesinados hace setenta años, pero no consideran igualmente mártires a otros curas asesinados por y desde las filas franquistas. Por ejemplo, los 16 sacerdotes fusilados en Euskadi por su adscripción a una concepción federalista o independiente de su tierra. O todos los curas asesinados por el bando franquista en Galicia, La Rioja, Castilla o Baleares. O al aragonés José Pascual Duaso, párroco en el pueblo de Loscorrales, cerca de Ayerbe, donde fue asesinado el 22 de diciembre de 1936 por falangistas. A muchos ciudadanos les da bastante igual lo que hagan con sus adeptos los clérigos y los creyentes católicos, pero no les parece lógico que incluso los propios curas hayan padecido discriminación si no comulgaron con la sublevación militar de Franco, por lo que también sospechan que, por mucho que lo hayan negado los jerarcas católicos, esa hiperceremonia de macrobeatificación vaticana sí que tiene mucho que ver con filias y simpatías políticas con la derecha española más rancia.
Muchos son también los que rechazan grandes palabras que parecen aplastar por su aparente magnitud (como Dios, Patria, Familia, Orden), y se contentan con otras, aparentemente menores, y que anhelan ver en sus calles y en sus plazas : principalmente, justicia y libertad. Estas palabras están ya escritas en un pequeño monumento en el cementerio viejo de Torrero, en cuyo centro hay un pequeño monolito cilíndrico. En el suelo, puede leerse “A cuantos murieron por la libertad y la democracia”. Cerca de allí hay tumbas y fosas, con los restos de centenares de seres humanos anónimos que no recibieron un lugar digno de inhumación en el régimen franquista. Al puñado de zaragozanos reunidos alrededor de aquel monolito el domingo pasado no hay que explicarles el significado de libertad o de democracia, ya que han estado viviendo desde hace muchos años con esos ideales cosidos a su pasado, a su presente y a su futuro.
Esos zaragozanos son solo un puñado de ciudadanos soñadores y luchadores, pero hacen suyos a cuantos murieron por la libertad y la democracia, a cuantos lucharon y siguen luchando por ellas. No necesitan beatos o mártires, pues tienen más que suficiente con que las víctimas de la dictadura franquista existan con honor y dignidad para todos, entre todos. Tampoco necesitan grandes plazas con columnatas de Bernini para sus celebraciones, pues después, entre la emoción y el recuerdo, se van con orgullo a un parque cercano del barrio, donde conversan juntos y comparten su comida.
No obstante, a sus reuniones y conmemoraciones no asiste ninguna autoridad, mientras que a Roma han acudido el ministro Moratinos y una multitud más de autoridades de todo tipo y pelaje, para que la derecha hispana no acaparara en solitario los fastos beatíficos (y, de paso, también los votos). Resulta más que curioso que también allí la derecha civil y religiosa no sólo portase sus rosarios, sus mantillas y sus cánticos, sino también, y muy ostensiblemente, numerosas y enormes banderas españolas, lo que a más de uno le ha llevado a concluir que esa bandera le es mucho más ajena que propia. Lo único que nos faltaba es que ahora nos viniesen con alguna letra grandilocuente del himno nacional, cuando la única letra que ha unido realmente a los españoles en los últimos tiempos es el La-la-la, eso sí, el de Massiel, y no el cantado en catalán.
El Periodico de Aragón
ANTONIO Aramayona Profesor de Filosofía