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30 años de la huelga que paró España: el último hurra.
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Rojoynegro.info/Rafael Cid

El 14 de diciembre de 1988 se llevó a cabo una huelga que tuvo un seguimiento absoluto por parte de la clase trabajadora.


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“Lo que es proviene de lo que no es,

y lo que no es contiene lo que es”

(Lao-Tse)

Fieles a la rutina de las efemérides, la huelga del 14 de diciembre de 1988, recordada como el “día en que España paró”, ya tiene quien le escriba y rememore. Diversos artículos y libros, algunos de carácter descaradamente institucional, han acudido a la cita. En la mayoría de los casos para reivindicar la postura de sus principales protagonistas: Comisiones Obreras (CCOO) y la Unión General de Trabajadores (UGT), que junto con la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) se enfrentaron a la política económica de Felipe González. Poco importa que en estos treinta años se hayan desdibujado las identidades iniciales hasta hacerse casi irreconocibles. CCOO y UGT, vistos desde la prosaica actualidad, tienen poco que ver con las organizaciones que lideraron el 14-D. De la ceca a la meca, hemos visto de todo y aún no estamos curados de espanto. Un secretario general de Comisiones, José María Fidalgo, convertido en comisionista áulico de la Marca España nada más abandonar el cargo, y a dirigentes de este sindicatos y a miembros de la cúpula ugetista metidos de hoz y coz, junto a prebostes de la patronal, en el desfalco multimillonario de las tarjetas black.

De ahí que volver al relato-crónica de los hechos aislados pueda servir, más que para reconocernos en una jornada que unió a trabajadores y ciudadanos ante al despotismo gubernamental, para vivir de aquellas rentas y de paso blanquear las políticas que aquí y ahora practican las direcciones de CCOO y UGT. Será preciso ir a lo que ocurría en los márgenes del conflicto y visualizar su contexto si queremos tener medida y perspectiva de lo que realmente supuso aquel 14-D de 1988, en que medio país devino de brazos caídos y la televisión oficial colgó la carta de ajuste. Y sobre todo, explicarnos a su través porqué aquello resultó a fin de cuentas un doloroso éxito, o si mejor se quiere, una jubilosa derrota. Demostró que solo en la lucha responsable y en la unidad que nace del sentimiento común (nunca en la falsa unidad: la unicidad) se puede batir al poder. Pero también que en los Estados actuales, burocratizados contumazmente y convertidos en empresas públicas de las que dependen muchas personas, la clase política que controla el BOE puede revertir en diferido batallas que en origen les habían sido adversas.

El litigio que galvanizó el 14-D se venía fraguándose tiempo atrás. Quizá desde el momento en que los partidos de la transición consensuaron los predemocráticos Pactos de La Moncloa (25/10/1977), un cestón de medidas con las que el régimen surgido de la dictadura accedía al pluralismo político y al mismo tiempo asumía sin mayores reticencias la hoja de ruta del libre mercado, en el umbral mismo de que la economía capitalista mutara hacia código neoliberal. Tengamos en cuenta que la Transición se produce en el intervalo de dos crisis sucesivas del petróleo (la de 1973 y la de 1979), que obligaría a reestructurar el modelo productivo hasta entonces hegemónico en occidente. Precisamente en la dinámica de esas nuevas señas de identidad que despuntaban se configurarían la Constitución (6/12/1978) y el Estatuto de los Trabajadores (Ley 8/1980, de 10 de marzo), dos troqueles de la naciente etapa democrática. En ese sentido, la onda expansiva del 14-D implica también un reproche sobre lo actuado por la clase política de espaldas a los trabajadores (recordemos que los Pactos fueron iniciativa de los partidos y que solo a posteriori quedaron rubricados por los sindicatos). Por encima de todo, el hachazo vino con la prohibición de las huelgas de solidaridad. El nom sequitur del último hurra.

Como ordena el manual, las reformas flexibilizadoras-liberalizadoras de la década de los 80 se justificaron para lidiar la crisis y combatir el desempleo. Y por esa pista de aterrizaje se colaron medidas que jibarizaban derechos recogidos en el ET, que sufrió la primera reforma en 1984 por el titular de Trabajo Joaquín Almunia, que andando el tiempo sería el jefe de los “hombres de negro” para el austericidio en su condición de Comisario de Asuntos Económicos y Monetarios de la Comisión Europea de 2004 a 2010, y de Competencia y Vicepresidencia del 2010 a 2014. El contrato a tiempo parcial y las indemnizaciones por despido, brotes verdes para la patronal, fueron, entre otras modificaciones, el embrión del cáncer que tres décadas después devasta al mundo del trabajo. A pesar de que en esos momentos la economía crecía casi al 6%.

De aquellos vientos proceden estos lodos de la sociedad dual. Y fueron obra de un gobierno socialista que ostentaba una enorme legitimidad al haber logrado la mayoría absoluta en las elecciones de 1986 (22 de junio), donde obtuvo 184 escaños. Todo ello a rebufo del triunfo logrado meses antes en el referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN (12 de marzo) y el prestigio internacional cosechado por la entrada en vigor del acta de adhesión en la Comunidad Económica Europea (1 de enero), firmada el año anterior. Avales de postín que sirvieron al felipismo rampante para intentar avanzar en la dirección que el entorno político, social y económico de acogida reclamaba. Con esos mimbres los entonces ministros de Economía y Hacienda, Carlos Solchaga, y Trabajo y Seguridad Social, Manuel Chaves (el de los EREs), se pusieron manos a la obra. El lema del momento era “modernizar España” incorporando al país en la estrategia de lo que Luc Boltanski y Éve Chapiello han calificado en un famoso trabajo como “el nuevo espíritu del capitalismo”. Lo que en el plano de la vida cotidiana conlleva neutralizar los focos de reconciliación entre las posiciones críticas y la resistencia mutualizada.

Esas coordenadas ya indisimuladas en las medidas dictadas por el gobierno del PSOE confluyeron para el chupinazo de la huelga general del 14 de diciembre de 1988, que aunó en un mismo afán a todos los sindicatos, mayoritarios y minoritarios, con el apoyo decidido de Izquierda Unida (IU), Eusko Alkartasuna, Euskadiko Eskerra, Herri Batasuna y las restantes grupos extraparlamentarios. El detonante para las movilizaciones estuvo en la aprobación del Plan de Empleo Juvenil (PEJ), el típico expediente equis para provocar una devaluación salarial y contractual generalizada en el mercado del trabajo con la excusa de repartir los sacrificios entre veteranos ocupados y jóvenes sin empleo. Los huelguistas del 14-D contaron con el altavoz internacional que prestaron la Confederación Europea de Sindicatos (CES), la Federación Sindical Mundial (FSM) y la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres (CIOSL). Para la historia anecdótica, recordar que el Centro Democrático y Social (CDS), el partido levantado por Adolfo Suarez sobre las pavesas de la antigua Unión de Centro Democrático (UCD), proclamó la legalidad de la huelga general. Lo cuenta con encomiable rigor Sergio Gálvez Biesca en su libro “La gran huelga general. El sindicalismo contra la modernización socialista”.

Mientras tanto, el presidente del gobierno Felipe González y sus terminales afines trataban de sembrar dudas sobre el móvil de la convocatoria. Las consignas propaladas al alimón por Ferraz y Moncloa iban desde insinuar una alianza entre la CEOE y la franquista Alianza Popular (AP) para tumbar al ejecutivo socialista, hasta lanzar la voz de alarma sobre los efectos destructivos que la huelga podía tener para la prosperidad de la ciudadanía. En este sentido, es revelador el tono de descarada sinceridad del editorial que, bajo el título “Un juego peligroso”, publicaba El País el 7 de noviembre a la vista del rechazo frontal del PEJ por parte de las organizaciones sindicales. “El llamado Plan de Empleo Juvenil del Gobierno –decía el diario- responde esencialmente a un imperativo demográfico […] En este contexto conviene situar la propuesta del Gobierno que consiste esencialmente en reducir al mínimo los requisitos para este primer empleo: duración máxima del contrato de 18 meses, salario mínimo interprofesional y exoneración de cargas a la seguridad Social, de tal manera que el coste para las empresas de estos nuevos puestos de trabajo se establezca en torno a un tercio del Coste (sic) de un puesto de trabajo en condiciones normales […] Se trata de una cuestión de prioridades, y si de lo que se trata es de que los jóvenes encuentren empleo, incluso si es precario, habrá que enfrentarse con lucidez con los problemas que plantea esta necesidad”. Y concluía sentando cátedra con una burda descalificación: “La actitud de rechazo a ultranza es propia de una filosofía de no participación, que satisfará sin duda a los más radicales, pero que tiene poco que ver con las pautas que deben inspirar el funcionamiento de una economía tan compleja como la nuestra”. En ese momento los dos medios más influyentes, el ente público Televisión Española (sin competencia al no existir aún canales privados) y el rotativo de PRISA, tenían al frente a profesionales poco sospechosos por su pedigrí izquierdista. En TVE mandaba la prestigiosa directora de cine Pilar Miró y para dirigir El País había sido nombrado un mes antes Joaquín Estefanía, periodista y economista próximo al PCE, que hoy figura como patrono de la Fundación Felipe González.

La contundencia de la huelga y el seguimiento masivo en todo el país forzó a un acorralado felipismo a retirar el Plan de Empleo Juvenil, imprimiendo un tibio “giro social” a sus políticas. Pero aunque se aprobaron mejoras como las pensiones no contributivas y la negociación colectiva para los funcionarios públicos, se trataba de un repliegue táctico. Cuando la protesta escampó, y tras revalidarse en el gobierno al ganar las elecciones del año siguiente, el PSOE fue recuperando la senda socio-liberal interrumpida por el impacto del 14-D. No sin antes pasar una durísima factura a la plana mayor de UGT con Nicolás Redondo al frente, que en 1987 había osado interponerse en la marcha triunfal del partido hermano dejando su escaño de diputado. En 1991 la prensa destapaba una estafa multimillonaria en torno a la cooperativa de Promoción Social de Viviendas (PSV) avalada por el sindicato, escándalo que llevaría a su intervención posterior y al procesamiento de sus gestores. Entre otros, el secretario de finanzas de UGT y algunos históricos del aparato que habían contribuido al éxito aplastante de la gran huelga. Gato blanco, gato negro, Ferraz no hacia prisioneros.

El 14-D de 1988 fue una especie de canto de cisne del sindicalismo autónomo y de clase. Después vendría un calabobos de regresiones más o menos encubiertas, una veces pactadas con los “agentes sociales” y otras impuestas por el ordeno y mando legal: la abusiva desregulación social a espaldas a la gente, la financiación de las centrales mayoritarias por medio de cursos para la formación continua de trabajadores y trabajadoras, la incorporación de representantes sindicales en los órganos de dirección de las cajas de ahorros, y otras martingalas utilizadas para desmontar ladrillo a ladrillo el frágil Estado de Bienestar a favor de la cotización de los mercados. Una calculada saga de decadencia y claudicación que tuvo su último episodio en los ajustes estructurales, desregulaciones reaccionarias y recortes de derechos laborales aplicados durante la crisis de 2008 que han sistematizado la desigualdad y la precariedad de trabajadores, pensionistas y parados. Con el colofón neocolonial de la reforma exprés de la Constitución impuesta por la troika a Rodríguez Zapatero para garantizar el pago de la deuda financiera sobre cualquier otra emergencia social. ¿Fue el último hurra?

Rafael Cid

Este artículo será publicado nuevamente en el próximo Rojo y Negro en papel de enero.

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