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1936-2016: el trauma de tres generaciones todavía sin duelo
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Llibert Ferri


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La Guerra Civil y la dictadura dejaron heridas en el alma de Enric Pubill, Roser Rosés, Roser Font, María Luz Abad y Consuelo García de Cid. Heridos pero no vencidos. Los cinco se sienten vinculados por estas palabras: miedo, resistencia, silencio, duelo, olvido, memoria, reparación, dignidad.

Palabras expresadas dolorosamente. Con tristeza. Aún así, ni Enric, ni las dos Rosers, ni María Luz ni Consuelo han pronunciado a lo largo del reportaje ninguna expresión de resentimiento ni anhelo de venganza. Condicionan, eso sí, un hipotético olvido al reconocimiento de la verdad: lo fue una masacre, un exterminio, y hace falta que se sepa.


ENRIC PUBILL



El chico a quien le gustaba Bambi

Enric Pubill es presidente de la Asociación de Expresos Políticos de Catalunya y pertenece a la primera generación del trauma de la Guerra Civil. No se está de decir: “Todo el que he hecho lo volvería a hacer”. La palabra miedo sale enseguida: “El miedo paralizó a mucha gente. El miedo hacía que los padres escondieran a los hijos todo el que habían sufrido”. Y recuerda el caso de un nieto que acompañó el abuelo a la Asociación de Expresos a informarse de los trámites para cobrar la pensión a los combatientes republicanos concedida en 2000. “Incluso una vez  reconocido el derecho a cobrar había miedo para explicar el pasado”. Enric ha cumplido los 85 años siendo presidente de la Asociación de Expresos e hizo los 18 durante los interrogatorios en la Jefatura de Policía de Vía Laietana. Lo habían detenido para ser militante de las juventudes comunistas. Lo enviaron a la Modelo, donde pasaría cinco años de su vida. Y después cinco más al penal de Burgos.

En los primeros meses encarcelado, Enric Pubill activó sus habilidades artesanales –era encuadernador– haciendo reproducciones de Bambi, el pequeño ciervo de cuento de Walt Disney que aquel 1950 llegó a Barcelona, a pesar de que el film se había estrenado el 1942 en Nueva York. “Me gustaba mucho Bambi, y por eso todavía conservo uno”. Me lo enseña mientras explica que lo rellenó con borra del colchón que le trajo su madre. Y por eso los compañeros le decían Bambi en tono cariñoso. En marzo del 1951, en la Modelo, Enric supo que las calles de Barcelona hervían por el boicot de la ciudadanía a la subida de los billetes del transporte. Era la Huelga de los Tranvías, que culminaría con la primera huelga general desde el final de la guerra. “Conocí a los organizadores, que fueron torturados, y más tarde, en 1954, coincidí con el líder histórico del PSUC, Joan Comorera, expulsado del partido: acusado de rojo y de separatista por el régimen y de traidor y nacionalista por los antiguos camaradas. Se lo veía muy débil y enfermo. Sufría asma. Y le dije que durmiera a mi colchón”. E, inevitablemente, vuelve a recordar la borra con que había rellenado el Bambi, y a recuperar el niño de seis años que era al estallar la guerra, cuando su padre salió a la calle a defender la República. La última vez que lo vio fue en enero del 1939 en plena retirada. Después, una llamada desde Francia comunicó que el padre había muerto. “¿Olvidar? No se puede olvidar”, deja claro Enric. E insiste: “Hay que explicar qué pasó y por qué pasó. El olvido sólo interesa a los responsables de los crímenes”. ¿Reconciliación? “Vale más que primero hablemos de reparación, de una pedagogía democrática de recuperación de la memoria. Esto tiene que empezar en la escuela”, concluye Enric sentado al lado de una vitrina donde conserva algún carné del PSUC, emblemas militares con la hoz y el martillo y una cajita forrada con fieltro rojo, con bordados y aplicaciones. Es un recuerdo ucraniano, de la URSS. De aquella Unión Soviética que ofreció refugio a niños y niñas.


ROSER ROSÉS



Una niña sin trenzas

Es probable que cajitas forradas con fieltro como las de la vitrina del despacho de Enric Pubill le sean familiares a Roser Rosés, que llegó a Pravda, al lado de Moscú, en 1938. Se la llevó su tío, que era médico, en una de las expediciones a la URSS. Roser tenía doce años y le horrorizaban los bombardeos. La idea de marchar de Barcelona fue un alivio. Pero Roser no sabía que al cabo de tres años la guerra llegaría a Rusia y que el núcleo familiar –los tíos y la prima– se fragmentaría. Roser quedaría atrapada como los casi 3000 niños de Rusia. Cuando salió de Rusia ya era una mujer. “Quedaban atrás, en la URSS, siete años y medio de mi vida”, escribe Roser en un fragmento del libro Trenes tallades (Ed. Calígraf), que acaba de publicar. “Siete años y medio inimaginables a través de 12.000 kilómetros de desplazamientos y peligrosas evacuaciones […]. Me llevaba conmigo unos estudios, unas alegrías –pocas– y mucha desdicha. Y la sensación de sentirme fuerte y afortunada por haber sobrevivido a todo”. Era en 1946, y después de unos meses en México y una estancia en Nueva York, Roser llega el marzo del 1947 en la España franquista. “En Barcelona me sorprende el silencio sobre todo lo que ha pasado. Estoy condenada a no hablar con nadie. No digas  que has sido más de siete años en Rusia, me avisan. Sufres mucho y coges muchos complejos. El miedo es constante. Físicamente me viene un temblor que ya no me quitaré de encima. No podía ir sola a ninguna parte porque me desmontaba. Veía policías por todas partes”.

Hace sólo doce años –tenía 78– que  Roser osó romper el silencio y empezar a hablar del pasado. Estuvo en Barcelona, en un encuentro en Gràcia donde había muchos compañeros excursionistas. Ante el grupo, explicó su vida.  Pero la valentía que supone hacer una catarsis no siempre es entendida. Y hay quien pregunta: “¿Y cómo es que te quisiste ir a Rusia? ¿Y no hiciste nada para evitar todo aquello? ¿Y cómo es que lo explicas ahora?” Las claves de un interrogatorio como éste las da la psicoterapeuta Anna Miñarro, coautora del libro

Trauma y transmisión

(Xoroi Ed.) e impulsora de grupos de palabra y reflexión: “La situación traumática afecta toda la comunidad, no sólo los represaliados, y las palabras de incomprensión hacia Roser son una prueba: es el hecho de no saber. Y también el de no querer saber”. A partir de aquella confesión en Gràcia, Roser Rosés –primera generación de la guerra, como Enric Pubill– se reconcilió con su pasado, que ha podido explicar en

Trenzas cortadas

, escrito a sus 90 años. Un título evocador de uno de sus primeros sobresaltos de aquel exilio: cuando, por normativa de higiene, a Roser le cortan las trenzas. Fue durante el trayecto de Le Havre en Leningrado a bordo del barco soviético Fèlix Djerjinski. Pero ahora Roser ya se siente capaz de decir: “Yo tenía una personalidad, pero no sabía que la tenía. No era consciente”.


ROSER FONT



Una niña en la cárcel

En el grupo de Gracia ante el cual Roser Rosés rompió el silencio estaba Roser Font, que nació en la cárcel de Borriana en 1940, el año que fue fusilado su padre en la cárcel de Castelló, a los 29 años. Había quedado atrapado en los sumarísimos puestos en marcha por los vencedores el 1939. Según el estudio de Carlos Jiménez Villarejo, 192.684 personas murieron en la cárcel en la inmediata posguerra. Los últimos fusilamientos llevan fecha de 30 de junio del 1944, curiosamente justo cuando las fuerzas aliadas habían consolidado la ofensiva después del desembarco de Normandía. Para hacer el duelo, Roser ha necesitado buscar y encontrar los documentos que afectaban su padre: la condena a muerte, la orden de ejecución, el certificado de defunción.

“Tengo el honor de participar a V.E. que en el día de hoy y en virtud de lo dispuesto en su orden […] han sido entregados al piquete encargado de su ejecución los reclusos anotados al dorso”.

La palabra honor para comunicar el inminente fusilamiento no pasa por alto: quizás porque expresa una cierta satisfacción. “Pertenezco a una familia que tuvo cuatro de sus miembros cumpliendo cárcel, como mi madre, y cinco condenados a muerte, como mi padre. Dicho de otro modo: tuve nuevo familiares encarcelados, cinco de los cuales fueron fusilados”. Roser se pasaría seis años en la cárcel –de la de Borriana fue a la de Castelló– con su madre, de la cual nunca se separó , y siempre escuchó la verdad sobre la realidad que estaban viviendo las dos. “Y yo allí en la cárcel pasaba entre los militares y de los guardias civiles. Todos me conocían, y por eso yo hacía de correo de las presas y pasaba papelitos con mensajes escondidos en los dobladillos y en los descosidos”.

A pesar de parecer un contrasentido, Roser Font recuerda esta etapa de la niñez en cautividad con una sensación de certeza y seguridad que se desvanecería apenas salir de la cárcel a las postrimerías del 1946. A su madre la destierran, le prohíben pisar tierra valenciana, y el 1947 llegan a Barcelona, a compartir un piso de 60 metros cuadrados con catorce personas. Y Roser empieza a descubrir lo que desconoce: “Yo no sabía jugar a los juegos de los otros niños ni sabía quién eran el Gordo y el Flaco, que todo el mundo conocía. Y no podía  hablar en público del pasado. No `podía  decir que al padre lo habían fusilado y que yo había nacido en la cárcel”. De los 14 a los 16 años Roser Font vivirá momentos inolvidables escuchando las lecciones de Antoni Badia, un profesor republicano inhabilitado que se ganaba la vida dando clases en un piso de la calle Pelai. “Aprendí más que yendo a cualquier universidad”, dice. Y ya no pudo parar de profundizar en la historia de sus orígenes. Leía todo el que le llegaba: leer fue para Roser Font una terapia. Finalmente toma contacto con los grupos de reflexión donde conocería Roser Rosés, que también buscaba respuestas a todos los silencios. “¿Que es lo que  queda mirando atrás? Mantengo el espíritu de superación personal. No siento odio ni ganas de venganza. Lo que quiero es justicia. Que se reconozca que hubo una masacre”.

Roser Font nunca se separó de su madre y no se tragó el diagnóstico de enfermedad mental con que la etiquetaron. “¿Esquizofrenia? No”, dice convencida Roser, y añade: “Sólo fuimos al psiquiatra una vez y no volvimos más. Mi madre sólo necesitaba ser comprendida y sentirse acompañada”. Y la psicoterapeuta Anna Miñarro le pregunta: “Mucha de la gente que transmite el trauma a partir de la Guerra Civil, ¿eran personas alteradas antes? Y responde… No. La inmensa mayoría eran ciudadanos/as mentalmente sanas y expresan alteraciones a partir de la violencia. Y precisamente porque eran personas sanas han podido «hacer cosas» con el que les había pasado, resignificar todo el sufrimiento”, dice Anna, sin perder de vista que a lo largo de casi ocho décadas el miedo y el silencio han impedido hacer el duelo a toda una sociedad. El miedo paraliza y el silencio deja heridas abiertas. “Y aparecen la angustia, los estados depresivos y otras patologías, y los hijos se ven obligados a hacer un trabajo psíquico para comprender lo que ha pasado. Y aquello que no puede ser nombrado  puede tomar forma de fobias, compulsiones obsesivas o problemas de aprendizaje”, alerta Anna Miñarro, que establece a continuación los síntomas que caracterizan cada generación herida por el trauma. “En la primera generación se produce una cripta, un espacio donde queda clausurado todo aquello que no se ha dicho. En la segunda se pueden percibir los indicios de aquello que no se ha dicho. El sujeto es portador de un tipo de fantasma que lo habita. Pero todo es todavía presentido e innumerable. Y en la tercera generación los hechos han pasado a ser impensables. Se ignora la existencia de un secreto que pesa sobre el traumatismo no resuelto de la primera generación, y que produce síntomas aparentemente inexplicables”.


MARÍA LUZ ABAD



Una nieta buscando el abuelo

Uno de los síntomas más frecuentes y que más cuestan de resolver es la tristeza, explica Anna Miñarro. Tristeza como la que ha sentido y de vez en cuando todavía siente María Luz Abad –entrada en los 50–, dedicada a la búsqueda del cuerpo de su abuelo, asesinado y enterrado en una fosa común del Barranco de la Bartolina, al lado de Calatayud, donde hay centenares de personas enterradas. Un lugar incluido en la lista de 114.266 personas desaparecidas reconocida judicialmente en octubre del 2008 por Baltasar Garzón. “De pequeña no entendía por qué mi madre no quería hablar de todo lo que había pasado con mi abuelo. A mi madre siempre la veía triste. Mis hermanos no preguntaban nada, pero yo sí. Y en el pueblo la gente no decía nada: había mucho miedo”. Y, finalmente, al cabo  de los años, las redes sociales se convertirán en la gran aliada de María Luz: “Por Internet conecto con gente del grupo Guerra Civil en Aragón y no paramos hasta que el 2007 constituimos la asociación para iniciar las excavaciones. Teníamos un arqueólogo, un antropólogo y un psicólogo. En el  2010 pudimos abrir la primera fosa y empezar el proceso de identificación a través del ADN. De entrada tuvimos una cierta decepción: de doce cuerpos exhumados hasta ahora sólo dos han sido identificados”. Y es que a la complejidad científica se añaden las trabas administrativas de los que prefieren que no se remueva el pasado y no quieren que se sepa nada. Un dato: en el área donde está la fosa común se estableció un bar-prostíbulo para desdibujar el lugar e impedir las primeras localizaciones. María Luz se conmueve cada vez que piensa que a su abuelo lo mataron por haber sido buena persona, por ser un juez municipal suplente y haber ayudado a 300 familias que pasaban hambre. Finalmente, un día a María Luz Abad le llega una información que le hace pensar que una de las cajas extraídas de  Barranco de la Bartolina podría contener los despojos de su abuelo. “Cuando vi la caja número 11 tuve una forma de palpitación. Es mi abuelo, me dije”. A pesar de que las pruebas no lo aclaran, María Luz reconoce que quizás lo que funcionó entonces fue una necesidad. Una pulsión de psicomagia. Quizás no tan fuerte como para cerrar del todo la investigación, pero sí al menos para darse un trozo de paz y cerrar el tema. “Hay quien lo puede hacer porque ha llegado a un punto avanzado de elaboración del duelo”, apunta Miñarro. María Luz Abad se dedica al arteterapia, que para ella es una profesión y a la vez una expresión de vida.

¿Que cuál es la diferencia entre María Luz Abad de ahora y la de antes de entregarse en busca de el abuelo? “Me siento mucho y muy satisfecha de haber empezado. No me quitaba la tristeza de encima. Ahora pienso en mi madre y seguro que ella se sentiría satisfecha. Y, sobretodo, menos triste”.


CONSUELO GARCÍA DEL CID



La novia de Puig Antich

Consuelo García de Cid tiene poco más o menos la misma edad de María Luz Abad y, por lo tanto, puede ser considerada como la tercera generación del trauma de la guerra y el franquismo. Pero Consuelo no tiene ningún abuelo represaliado en una fosa común, sino que la represaliada es ella misma, a pesar de provenir de una familia acomodada de Barcelona. “Tenía 15 años, no me gustaba el país donde vivía y me organicé con otros jóvenes. Unos amigos tenían una multicopista e íbamos a repartir panfletos. Mi delito fue pensar y actuar”. El franquismo agonizaba con violencia y a Consuelo la detienen en una de las protestas de marzo del 1974 por la ejecución de Salvador Puig Antich. Su  familia cumple la amenaza de encerrarla en un reformatorio: un día el médico de la familia, acompañado de la madre, le inyecta un somnífero y cuando se despierta ya está recluida en un establecimiento de Madrid gestionado por las monjas Adoratrices. Un reformatorio vinculado al Patronato de Protección de la Mujer, un organismo de matriz fascista que presidía Carmen Polo, la mujer del general Franco. En los dos años que pasó, Consuelo comprobó que las Adoratrices imponían un auténtico régimen penitenciario de terror, con trabajo esclavo incluido. Se ensañaban especialmente con las chicas más vulnerables. Las más solas y más pobres. Este sistema penitenciario de las monjas Adoratrices funcionó hasta el 1985, y Consuelo no puede evitar hacerse una pregunta. “¿Cómo es posible que la impunidad se mantuviera en plena democracia? Pues porque la Transición española fue una gran mentira. De hecho, es la continuidad del franquismo”.

Consuelo García de Cid se dedica plenamente a investigar todas aquellas esferas, más que densas, viscosas. Ha publicado dos libros:

Las desterradas hijas de Eva

y

Ruega por nosotras

(Algón Ed.). Mantiene contactos con las mujeres que tuvieron que soportar las Adoratrices. “Que, por cierto –explica Consuelo–, no hace demasiado tiempo el rey Felipe VI les concedió un premio de reconocimiento a su obra humanitaria. Y yo digo que las personas afectadas no pararemos hasta que se revoque este reconocimiento”. Se considera una represaliada pero no una víctima. “Soy una superviviente que ha aprendido a convivir con el pasado. Muchas de aquellas chicas no tenemos muertos a las cunetas, pero sí que tenemos suicidios: la imagen de compañeras nuestras lanzándose por el hueco de la escalera para no sufrir más. No queremos ser tratadas como si la nuestra fuera una memoria de segunda”. ¿Perdón? ¿Olvido? Consuelo lo tiene claro: “El verdadero perdón es el olvido. Pero todo esto no se olvida y, por lo tanto, no puede haber perdón. Hace falta que todo se sepa”. A pesar de no haber coincidido nunca, la posición de Consuelo García de Cid sintoniza con la de la psicoterapeuta Anna Miñarro durante la conversación de reflexión con Roser Rosés y Roser Font: “Olvido, ninguno. ¿Perdonar? No se puede perdonar. En todo caso, se puede resignificar y elaborar el odio. Pero todo aquello realmente pasó, se hizo. Y hay que hacerlo saber”.

Reportaje publicado en lengua catalana con el título 1936-2016: el trauma de tres generacions encara sense dol en

http://www.ara.cat/suplements/diumenge/TRAUMA-gENERACIONS-ENCARA-DOL_0_1…

. Traducción al castellano de Guadalupe Martín (Córdoba).

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